evangelio mundial
  La Época.
 

LA NACIÓN Y LA ÉPOCA

Llegamos ahora al tiempo en que, después de treinta años de silencio y retiro en Nazaret, iba Jesús a presentarse en el teatro de la vida pública. Es pues, el punto en que con­viene hacer un examen de las circunstancias de la nación en la cual iba a trabajar, y formar un concepto claro de su carácter y de sus propósitos.

Toda biografía notable es el registro de la entrada al mundo de una nueva fuerza, que trae consigo algo diferente de todo lo que ha habido antes, y del modo en que esto nuevo es gradualmente incorporado con las fuerzas conocidas, para formar parte de lo futuro. Es obvio, pues, que los que quieren formarse idea de esta fuerza necesitan dos cosas: primero, una clara comprensión del carácter de la nueva fuerza misma; y segundo, una consideración del mundo en que se ha de incorporar. Sin ésta, no es posible entender la diferencia específica de aquélla, ni puede apreciarse la manera en que será recibida; es decir, la bienvenida que le sea dada o la oposición con que tenga que luchar. Jesús hizo al mundo el aporte más original tendiente a modificar la historia futura de la raza que lo que ha traído cualquier otro. Pero no podemos comprender ni su carácter, ni las dificultades que confrontó mientras procuraba incorporar en la historia el don que traía, sin tener una idea clara de la condición de la esfera en que iba a pasar su vida.

El teatro de su vida

Cuando al concluir el último capítulo del Antiguo Testamento, volteamos la hoja y vemos el primer capítulo del Nuevo, tendemos a pensar que en el tiempo de Mateo se hallaban las mismas personas y el mismo estado de cosas que en el de Malaquías. Pero no puede haber idea más errónea. Cuatrocientos años pasaron entre Malaquías y Mateo, y efectuaron en Palestina un cambio tan completo como no se ha efectuado en ningún otro país en igual tiempo. Hasta el lenguaje mismo del pueblo había cambiado; y ahora existían costumbres, ideas, partidos, e instituciones tales que si Malaquías hubiese resucitado, apenas habría conocido su país.

La condición política del país

Políticamente el país había pasado por vicisitudes extraordinarias. Después del cautiverio había sido organizado como una especie de Estado sagrado bajo la dirección de sus sumos sacerdotes; pero conquistador tras conquistador lo había hollado, cambiando todas las cosas. Por algún tiempo los valientes macabeos habían restaurado la antigua monarquía. La batalla de la libertad se había ganado muchas veces y otras tantas se había perdido; un usurpador ocupaba el trono de David; y por fin el país estaba completamente bajo el poder del gran imperio romano, que había extendido su dominio sobre todo el mundo civilizado. El país había sido dividido en varias porciones pequeñas, que el extranjero tenía bajo diferentes formas de gobierno tal como los ingleses gobernaban la India. Galilea y Perea eran gobernadas por reyezuelos, hijos de aquel Herodes bajo cuyo reinado nació Jesús, quienes mantenían con el imperio romano una relación semejante a la que tenían los reyes súbditos de la India para con la reina Victoria. Judea estaba bajo un oficial romano que era subordinado del gobernador de Siria y guardaba para con aquel funcionario una relación como la del gobernador de Bombay con el gobernador general de Calcuta. Los soldados pasaban revista en las calles de Jerusalén; los estandartes romanos ondeaban sobre las fortalezas del país; los recaudadores del tributo del imperio se sentaban a las puertas de todas las ciudades. Al Concilio Sanedrín, órgano supremo del gobierno judío, le era todavía concedida una sombra de su poder; sus presidentes los sumos sacerdotes eran viles instrumentos de Roma, puestos y quitados según el capricho de aquélla. Tanto había caído la nación orgullosa, cuyo ideal siempre había sido gobernar el mundo, y cuyo pa­triotismo era una pasión religiosa y nacional tan intensa como nunca ardió en otro país alguno.

La condición religiosa y social

Respecto a la religión los cambios habían sido igual­mente grandes y la caída igualmente completa. Es cierto que exteriormente parecía haber progreso en lugar de retroceso. La nación era mucho más ortodoxa que en ningún período anterior de su historia. En un tiempo, su peligro principal había sido caer en la idolatría; pero lo que había sufrido en la cautividad la había corregido de aquella tendencia para siempre. Desde entonces, dondequiera que han llegado los judíos han sido los mo­noteístas más intransigentes.

Después de la vuelta de Babilonia se organizaron los oficios y órdenes sacerdotales, y los servicios del templo y las fiestas anuales continuaron observándose en Jerusalén con estricta regularidad. Además se organizó una nueva y muy importante institución religiosa que casi dejó en segundo término el templo y su sacerdocio. Esta fue la Sinagoga con sus rabinos. Parece que anti­guamente no existía, pero debe su existencia a la reverencia que se tenía a las Escrituras. Las sinagogas se multiplicaban dondequiera que había judíos, y cada sá­bado se llenaban con las congregaciones ocupadas en la oración; se pronunciaban exhortaciones por los rabinos— una nueva orden creada por la necesidad de que hubiera traductores del hebreo, en el que se encontraban las Escrituras y que había llegado a ser un idioma muerto—y se daba lectura a casi todo el Antiguo Testamento una vez al año, en oídos del pueblo. Se establecieron escuelas de teología semejantes a nuestros seminarios, donde se educaban los rabinos y donde los libros santos eran inspirados.

Pero, a pesar de toda aquella religiosidad, la religión había declinado tristemente. Las exterioridades se habían multiplicado y la espiritualidad había desapare­cido. Por más ruda y pecaminosa que haya sido a veces la nación antigua, era capaz, aun en sus peores tiempos, de producir poderosas figuras religiosas que sostenían en alto el ideal de la vida y conservaban la relación entre la nación y el cielo; y las inspiradas voces de los profetas mantenían fresca y limpia la corriente de la verdad. Pero no se había oído la voz de ningún profeta desde hacía cuatrocientos años. Los libros de las antiguas profecías se conservaban con reverencia idolátrica; pero no había hombres con suficiente inspiración del Espíritu para entender lo que él mucho antes había escrito.

Los representantes de la religión de aquel tiempo eran los fariseos. Como su nombre hebreo lo índica, en su origen se levantaron como campeones de la separación de los judíos de entre las demás naciones. Era una idea noble mientras la distinción a que se daba importancia consistía en la santidad. Pero era mucho más difícil mantener esta distinción que la diferencia en las peculiaridades exteriores, tales como el vestido, el alimento, el lenguaje, etc. En el curso del tiempo esta diferencia vino a sustituir aquélla.

Los fariseos eran ardientes patriotas, listos siempre para dar su vida por la libertad de su país, y aborrecían el lujo extranjero con intensidad apasionada. Despreciaban y aborrecían a las demás razas, y retenían con una fe tenaz la esperanza de un futuro glorioso para su país. Pero insistieron tanto en la misma idea que llegaron a creerse especialmente favorecidos del cielo simplemente porque eran descendientes de Abraham, y perdieron de vista la importancia del carácter personal. Multiplicaron las peculiaridades judaicas y sustituyeron con observancias exteriores tales como ayunos, oraciones, diezmos, abluciones, sacrificios, etc., la gran diferencia caracterís­tica de amor hacia Dios y hacia el hombre.

Al partido fariseo pertenecía la mayor parte de los escribas. Se llamaban así porque eran a la vez intérpre­tes y copistas de las Escrituras y abogados del pueblo; pues estando el código legal de los judíos incorporado en las Escrituras, la jurisprudencia llegó a ser una rama de la teología.

Eran los principales intérpretes en las sinagogas, aunque se permitía hablar a todo varón que estuviera presente en el culto. Profesaban una reverencia ilimitada a las Escrituras, contando cada palabra y letra de ellas. Tenían magnífica oportunidad para difundir entre el pueblo los principios religiosos del Antiguo Testamento, exhibiendo los gloriosos ejemplos de sus héroes y disemi­nando las palabras de los profetas, pues la sinagoga fue uno de los medios más poderosos de instrucción que jamás se ha inventado en país alguno. Pero ellos perdieron del todo esta oportunidad. Formaron una estéril clase eclesiástica y escolástica, usaron de su posición para su propio engrandecimiento y despreciaron a aquellos a quienes daban piedras en lugar de pan, considerándolos como una canalla vulgar e ignorante. Lo más espiritual, esencial, humano y grande en las Escrituras lo pasaban por alto.

Generación tras generación se multiplicaban los comentarios de sus hombres notables, y los discípulos estudiaban los comentarios en vez del texto. Aún más, era entre ellos una regla que la interpretación correcta de un pasaje tenía tanta autoridad como el texto mismo; y puesto que las interpretaciones de los maestros famosos se considerabais correctas, el cúmulo de opiniones tenidas en tanto aprecio como la Biblia misma llegó a adquirir proporciones enormes. Estas eran "las tradiciones de los ancianos".

Gradualmente vino a estar en boga un sistema arbitrario de exégesis por el cual, cada opinión podía relacionarse con algún texto y recibir el sello de la autoridad divina. Cada una de las peculiaridades farisaicas que se inventaban era sancionada de este modo. Estas se multiplicaron hasta aplicarse a todos los detalles de la vida personal, doméstica, social y pública, y llegaron a ser tan numerosas que requerían toda una vida para aprenderlas. La instrucción de un escriba consistía en estar familiarizado con ellas, con los fallos de los grandes rabinos, y con las formas de exégesis que ellos habían sancionado. Esta era la hojaresca con que ellos alimentaban al pueblo en las sinagogas. Cargaban la conciencia con innumerables detalles, cada uno de los cuales se representaba tan divinamente sancionado como cualquiera de los diez mandamientos. Esta fue la carga intolerable que Pedro dijo que ni él ni sus padres habían podido so­portar. Esta fue la horrible pesadilla que se apoderó, por tanto tiempo, de la conciencia de Pablo.

Pero tuvo consecuencias aún peores. Es una ley bien conocida de la historia que, siempre que el ceremonial es elevado al mismo nivel que la moral, ésta pronto se pierde de vista. Los escribas y los fariseos habían aprendido a hacer a un lado, mediante su exégesis arbitraria y sus discusiones casuísticas, las obligaciones morales de mayor peso, y compensaban el desprecio que de ellas hacían, aumentando las observancias rituales. Así podían ostentar el orgullo de la santidad, mientras daban rienda suelta a sus egoístas y viles pasiones. La sociedad estaba podrida por dentro con los vicios, y barnizada por fuera con una religiosidad engañosa.

Había un partido de protesta. Los saduceos impugnaban la autoridad que se daba a las tradiciones de los padres, demandaban que se volviera a la Biblia, y a nada más que la Biblia, y reclamaban la moralidad en lugar del ritual. Pero su protesta era efecto solamente de un espíritu de negación y no impulsada por el ardiente principio opuesto de religión. Eran escépticos, fríos y mundanos. Aunque alababan la moralidad, era una moralidad raquítica, y sin la iluminación de ningún contacto con las regiones elevadas de las fuerzas divinas, de donde debe venir la inspiración de una moralidad pura. Rehusaban sobrecargar sus conciencias con los penosos escrúpulos de los fariseos; pero era porque deseaban llevar una vida de comodidad y regalo. Ridiculizaban el exclusivismo farisaico, pero habían perdido lo que era más propio del carácter, la fe y las esperanzas de la nación. Se mezclaban libremente con los gentiles, afectaban la cultura griega, acostumbraban diversiones extranjeras, y consideraban inútil pelear por la libertad de la patria. Una de las ramas extremas de esta secta eran los herodianos, quienes aprobaban la usurpación de Herodes, y trataban, por medio de corteses lisonjas, de ganarse el favor de los hijos de éste.

Los saduceos pertenecían principalmente a las clases más elevadas y ricas de la sociedad. Los fariseos y los escribas formaban lo que pudiéramos llamar la clase media aunque algunos de ellos pertenecían a las familias de alto rango. Las clases bajas y los campesinos estaban separados de sus ricos vecinos por una gran cima; pero se apegaban a los fariseos por admiración, como los ignorantes se allegan siempre a los partidos extremos. Más abajo todavía había otra clase numerosa que había perdido toda conexión con la religión y con la vida social bien ordenada;ésta la formaban los publícanos, las rameras, y otros pecadores, por cuyas almas nadie se interesaba.

Tal era el estado lastimoso de la sociedad en medio de la cual Jesús había de desarrollar su influencia. Una nación esclavizada; las clases más elevadas entregadas al egoísmo, a las intrigas de la corte y al escepticismo; los maestros y representantes principales de la religión perdidos en un mero formalismo, jactándose de ser los favoritos de Dios, mientras que sus almas estaban carco­midas por la falsa esperanza y por el vicio; el pueblo común desviado por ideales falsos; e hirviendo en el fondo de la sociedad, una masa abandonada de pecado desvergonzado y desenfrenado.

¡Este era el  pueblo de  Dios! Sí, a pesar de su horrible degradación, éstos eran los hijos de Abraham, de Isaac y de Jacob, los herederos del pacto y de las promesas.    Atrás, más allá de los siglos de degradación, descollaban las figuras imponentes de patriarcas, de reyes según el corazón de Dios, de salmistas, de profetas y de generaciones de fe y de esperanza.

Sí, y por delante había grandeza también. La palabra de Dios, una vez enviada del cielo y vertida por la boca de los profetas, no podía volver a él vacía. El había dicho que a aquella nación le sería concedida la perfecta revelación de Sí mismo, que en ella aparecería el ideal perfecto del hombre, y que de ella saldría la regeneración de toda la raza humana. Por eso les esperaba un futuro maravilloso. El río de la historia se había perdido como en las arenas del desierto; pero estaba destinado a reaparecer y a seguir el curso que Dios le había señalado. El término en que se cumpliría esta promesa estaba cercano, por más que las señales de los tiempos parecían extinguir toda esperanza. ¿No es cierto que todos los profetas desde Moisés habían hablado de uno que había de venir, precisamente cuando la oscuridad fuera más profunda, y más honda la degradación, para restaurar la perdida gloria del pasado?

Tal pregunta se hacía no pocas almas fíeles en aquel tiempo tan penoso y lleno de degradación. Hay hombres buenos aún en las épocas peores de la historia. Había hombres buenos aun en los egoístas y corrompidos partidos judaicos. Pero especialmente persiste la piedad en tales épocas, en los hogares humildes del pueblo. Así como nos es permitido esperar que en la Iglesia Romana en los tiempos modernos haya quienes a pesar de todas las ceremonias interpuestas entre el alma y Cristo puedan llegar hasta él, y por medio de un instinto espiritual apoderarse de la verdad y dejar a un lado lo falso, así entre el pueblo común de Palestina hubo algunos que oyendo leer las Escrituras en las sinagogas y leyéndolas en sus hogares, instintivamente descuidaron las exageradas e interminables explicaciones de sus maestros y vieron la gloría del pasado, de la santidad, y de Dios, que los escribas no alcanzaban a ver.

El punto de más interés para estas personas era la promesa de un libertador. Sintiendo hondamente la vergüenza de la esclavitud nacional, lo falaz de los tiempos, y la iniquidad tremenda que se fermentaba bajo la su­perficie de la sociedad, ansiaban y oraban por el advenimiento del Prometido y la restauración del carácter y la gloría nacionales.

También los escribas se ocupaban mucho de este punto de las Escrituras; y era un distintivo principal de los fariseos el apreciar altamente las esperanzas mesiánicas. Pero ellos habían torcido las profecías sobre el particular por interpretaciones arbitrarias, y pintaban el futuro con colores tomados de su propia imaginación carnal. Hablaban del advenimiento como de la venida del reino de Dios, y del Mesías como el Hijo de Dios. Pero lo que ellos principalmente esperaban de él era que por la acción de sus maravillas y por su fuerza irresistible, libertara a la nación de la servidumbre y la levantara al más alto grado de esplendor mundano. No dudaban que simplemente porque eran miembros de la nación escogida, serían destinados a ocupar los lugares más elevados en el reino, y nunca sospecharon que les era necesario un cambio interior para poder llegar hasta él. Los elementos espirituales del mejor tiempo, es a saber la santidad y el amor, estaban ocultos a sus mentes tras las formas deslumbrantes de una gloria material.

Tal era el aspecto de la historia judía cuando llegó la hora de realizarse el destino nacional. Esto complicó extraordinariamente la obra que el Mesías debía llevar a cabo. Era de esperarse que él encontrase una nación empapada en las ideas inspiradas por las visiones de sus precursores los profetas, a cuya cabeza pudiera colocarse y de la cual recibiera una cooperación entusiasta y eficaz. Pero no fue así, Apareció en un tiempo en que el país había caído de sus ideales y había falseado sus tradicio­nes más sublimes. En vez de hallar a una nación llena de santidad y consagrada a la obra divinamente ordenada de ser una bendición para todos los pueblos, nación que él podría fácilmente llevar a su completo desarrollo y salir con ella luego a la conquista espiritual del mundo, halló que su primera obra debía ser proclamar una reforma en su propio país, y soportar la oposición de las preocupaciones que se habían acumulado allí durante siglos de degradación.

Vida de Jesucristo por James Stalker


 
 
   
 
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