evangelio mundial
  El Final
 

EL FINAL

Vuelta de Pablo a Jerusalén

Después de haber completado su breve visita a Gre­cia, al fin de su tercer viaje misionero, Pablo volvió a Jerusalén. Por este tiempo debe haber tenido cerca de sesenta años de edad; y durante veinte años había estado llevando a cabo trabajos casi sobrehumanos. Había estado viajando y predicando incesantemente, y llevando sobre su corazón pesos enormes de cuidados. Su cuerpo estaba gastado por las enfermedades y mo­lido por los castigos; y su pelo debe haber emblan­quecido y su cara mostrado surcos por las arrugas de la edad. Sin embargo, aún no había señales de que su cuerpo estuviera en decadencia, y su espíritu todavía era tan entusiasta y tan ardiente como antes en el servicio de Cristo. Sus miras se dirigían especialmente a Roma, y antes de salir de Grecia envió a decir a los romanos que tal vez lo podrían esperar pronto; pero mientras se dirigía hacia Jerusalén por las costas de Grecia y Asia, sonó la señal de que su trabajo estaba casi concluido, y la sombra de una muerte próxima apareció en su camino. Ciudad tras ciudad, los miem­bros de comuniones cristianas que tenían el don de profecía predijeron que le aguardaban cadenas y pri­siones; y mientras más se aproximaba al fin de su viaje, eran más frecuentes estas profecías. El sentía su solem­nidad; era de valiente corazón, pero demasiado humilde y reverente para que no le impusiera respeto el pensa­miento de la muerte y el juicio. Tenía varios compa­ñeros, pero buscaba oportunidades de estar solo. Partió de entre sus convertidos como un hombre que muere, diciéndoles que no verían más su rostro. Pero cuando le rogaron que volviera y evitara el peligro amenazante rechazó suavemente sus amantes brazos, y les dijo: "¿Qué hacéis llorando y afligiéndome el corazón? Por­que yo no sólo estoy presto a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús".

No sabemos qué negocio tenía entre manos que demandaba tan urgentemente su presencia en Jerusalén. Tenía que entregar a los apóstoles una colecta para sus santos pobres, que él mismo había reunido en las iglesias gentílicas; y puede que haya sido de impor­tancia que él hiciera este servicio personalmente. O, tal vez, estaba solícito por procurarse de los apóstoles un mensaje para sus iglesias gentiles, dando una contra­dicción autoritativa a las insinuaciones de sus enemigos acerca del carácter no apostólico de su evangelio. De todas maneras había alguna cosa importante que lo llamaba, y a pesar del terror de la muerte y de las lágrimas de sus amigos fue a su destino.

Arresto

Era la fiesta de Pentecostés cuando llegó a la ciudad de sus padres, y como de costumbre en tales estaciones del año, Jerusalén estaba llena de judíos peregrinos de todas partes del mundo. Entre éstos, por fuerza, debía haber algunos que le habían visto en su obra de evangelización en las ciudades de los paganos. Su cólera contra él había sido reprimida en el extranjero por la interposición de las autoridades paganas; pero ¿no po­drían saciar en él su venganza si lo encontraban en la capital judía, contando con todo el pueblo?

Tumulto en el templo.- Este fue el verdadero peli­gro en que cayó. Ciertos judíos de Efeso, el escenario principal de sus trabajos durante esta tercera expedi­ción, le reconocieron en el templo, y, gritando que allí estaba el hereje que blasfemaba de la nación, la ley y el templo de los judíos, le rodearon en un momento de un rabioso mar de fanáticos. Es raro que no haya sido hecho pedazos allí mismo; pero la superstición prohi­bía derramar sangre en el patio de los judíos, y antes de que le hubieran sacado al patio de los gentiles donde pronto le hubieran despachado, la guardia roma­na, cuyos centinelas se paseaban sobre la muralla desde la que se veían los patios del templo, corrieron y le tomaron bajo su protección, y cuando su capitán supo que era ciudadano romano su vida quedó completa­mente asegurada.

Pablo ante el sanedrín.- Pero el fanatismo de Jeru­salén ya se había levantado, y rabiaba contra la protec­ción que rodeaba a Pablo. El capitán romano, el día después de la aprehensión, le llevó al concilio para asegurarse de los cargos que se le hacían; pero la vista del prisionero levantó un clamor tan terrible que tuvo que sacarle muy deprisa para evitar que le hicieran pedazos. ¡Extraña ciudad y extraño pueblo! Nunca hubo nación alguna que produjera hijos más ricamente dotados de todo lo necesario para hacerla inmortal; nunca hubo una ciudad cuyos hijos se apegaran a ella con un afecto más apasionado; y sin embargo, como una madre furiosa, hizo pedazos a los mejores de ellos y los arrojó destrozados de su pecho. Jerusalén dentro de pocos años sería destruida; aquí estaba el último de sus hijos inspirados y profetices, que había venido a visitarla por última vez, con un amor sin límites; pero ella le habría asesinado, si los escudos de los paganos no le hubieran salvado de su furia.

Trama de los celosos.- Cuarenta fanáticos se alista­ron so pena de maldición para arrebatar a Pablo aun de entre las espadas romanas; y apenas pudo el capitán romano frustrar sus proyectos remitiéndole con una guardia poderosa a Cesárea. Esta era una ciudad roma­na en la costa del Mediterráneo; residencia del Gober­nador de Palestina, y cuartel general de las guarniciones imperiales; y en ella el apóstol quedó completamente a salvo de la violencia de los judíos.

Prisión en Cesárea

Aquí quedó en prisión por dos años. Las autori­dades judaicas trataron una y muchas veces de obtener su condenación por el Gobernador, y de que se les dejara a ellos para juzgarle como ofensor eclesiástico; pero no pudieron convencer a la autoridad romana de que hubiera sido culpable de algún crimen digno de ser juzgado por ella, ni hacer que les entregara un ciuda­dano romano a sus tiernas caricias. El prisionero debió haber sido puesto en libertad, pero sus enemigos fue­ron tan vehementes en asegurar que era un criminal de la peor clase, que fue detenido para esperar a que viniera una prueba contra él. Además, su libertad fue estorbada por el corrompido Gobernador Félix, espe­rando que la vida del jefe de una secta religiosa quizá sería comprada por el soborno. Félix estaba interesado en su prisionero y aun le oía con gusto, como Heredes había oído al Bautista.

Razón providencial de su confinamiento.- Pablo no fue incomunicado; tenía cuando menos hasta los lími­tes del cuartel en donde estaba detenido. Allí le po­demos imaginar paseándose sobre las azoteas a orillas del mar Mediterráneo, y mirando atentamente sobre las aguas azules en dirección de Macedonia, Acaya y Efeso, donde sus hijos espirituales estaban pensando en él, o tal vez encontrando peligros en los que necesi­taban mucho de su presencia. Fue una providencia misteriosa la que así contuvo su energía y condenó al ardiente obrero a la inactividad. Sin embargo, encontra­mos una razón para ello: Pablo necesitaba descanso. Después de veinte años de incesante evangelización necesitaba reposo para almacenar la cosecha de la expe­riencia. Durante todo ese tiempo había estado predicando sólo aquella faz del evangelio de que tanto había pensado al principio de su vida cristiana, bajo la in­fluencia del Espíritu revelador, en las soledades de Arabia. Pero ahora había llegado a una edad en que, con tiempo y calma para pensar, podía penetrar a las más recónditas regiones de la verdad cual es en Jesús.

Y era  tan  importante  que  tuviera este descanso que, para asegurarlo, Dios había permitido aun su prisión.

El último evangelio de Pablo.- Durante estos dos años no escribió nada, fue un tiempo de actividad mental interna y de progreso silencioso. Pero cuando comenzó a escribir otra vez, los resultados fueron pal­pables. Las epístolas escritas después de esta prisión tienen un tono más dulce y establecen opiniones de doctrina mucho más profundas que sus primeros escri­tos. No hay, en verdad, inconsecuencia ni contradic­ción entre sus primeros y sus últimos escritos; en la Epístola a los efesios y en la que dirigió a los colosenses, construye sobre los vastos cimientos de Romanos y Calatas; pero la superestructura es más elevada y más imponente. El vive menos en el trabajo de Cristo y más en la persona de El; menos en la justificación del pecador, y más en la santificación del creyente. En el evangelio que le había sido revelado en Arabia mani­festaba a Cristo como dominando la historia mundana, y mostraba su primera venida como el punto hacia el cual habían estado tendiendo los destinos de los judíos y los gentiles. En el evangelio que le fue revelado en Cesárea el punto de vista es extraordinario: Cristo es representado como la razón para la creación de todas las cosas, y como el Señor de los ángeles y de los mundos, a cuya segunda venida se dirige el proceso gigante del universo entero, de quién, y por quién, y a quién son todas las cosas. En las primeras epístolas el acto inicial de la vida cristiana -la justificación del alma— es explicado hasta agotar el trabajo; pero en las últimas trata de las relaciones subsecuentes para con Cristo de la persona que ya ha sido justificada. En conformidad con esta enseñanza, todo el espectáculo de la vida cristiana es debido a una unión entre Cristo y el alma; y para la descripción de estas relaciones ha inventado un vocabulario de ilustraciones y frases. Los creyentes están en Cristo, y Cristo en ellos; tiene para con él la misma relación que las piedras de un edificio para con la piedra angular, que las ramas para con el árbol, que los miembros para con la cabeza, que la esposa para con el esposo. Esta unión es ideal, porque la mente divina en la eternidad hizo el destino de Cristo y el del creyente, uno; es legal, porque sus deudas y méritos son propiedad común; es vital, por­que la conexión con Cristo suministra el poder de una vida santa y progresiva; es moral, porque en mente y corazón, en carácter y conducta, los cristianos constan­temente se están haciendo más y más idénticos a Cristo.

Su ética.- Otro rasgo de estas últimas epístolas es el balance entre sus enseñanzas teológicas y morales. Esto es visible aun en la estructura externa de las más grandes de ellas, porque están divididas en dos partes casi iguales: la primera se ocupa de los principios doctrinales, y la segunda de exhortaciones morales. Las enseñanzas éticas de Pablo se extienden a todos los departamentos de la vida cristiana; pero no se distin­guen por un arreglo sistemático de diversas clases de obligaciones, aunque los deberes domésticos están tra­tados con bastante extensión. Su característica prin­cipal consiste en los motivos que presentan para nor­mar la conducta. Para Pablo, la moralidad cristiana era enfáticamente una moralidad de motivos. Toda la his­toria de Cristo, no en los detalles de su vida terrenal, sino en las grandes facciones de su viaje redentor del cielo a la tierra y de la tierra otra vez al cielo, considerada desde el punto de vista extramundano de estas epístolas, es un ejemplo que debe ser copiado por los cristianos en su conducta diaria. Ningún deber es dema­siado pequeño para ilustrar uno u otro de los princi­pios que inspiraron los actos divinos de Cristo. Los hechos más comunes de beneficencia y humildad de­ben ser imitaciones de la condescendencia que le trajo de la posición de igualdad con Dios a la obediencia de la cruz; y el motivo principal del amor y la bondad practicados por los cristianos entre sí debe ser el re­cuerdo de la conexión común con él.

Viaje a Roma

Apelación a César.- Después de que Pablo hubo estado prisionero por dos años, Félix fue sucedido en el gobierno de Palestina por Festo. Los judíos nunca cejaron en el empeño de que se les entregara a Pablo en sus manos, e inmediatamente abordaron al nuevo gobernante con nuevas importunidades. Como Festo parecía estar vacilando, Pablo se sirvió del recurso de apelación como ciudadano romano, y pidió ser manda­do a Roma y juzgado ante el tribunal del emperador. Esto no podía rehusársele; y un prisionero tenía que ser enviado a Roma después de haberse admitido su apelación. Muy pronto, pues, Pablo se embarcó bajo el cuidado de soldados romanos y en compañía de mu­chos otros prisioneros que eran dirigidos al mismo destino.

El viaje a Italia.— El diario de su viaje ha sido conservado en los Hechos de los Apóstoles y se reco­noce como el más valioso documento acerca de la marina en los tiempos antiguos. Es también un docu­mento precioso de la vida de Pablo, porque muestra cómo su carácter brilló en una nueva situación. Un barco es una especie de mundo en miniatura. Es una isla flotante, en que hay gobierno y gobernados. Pero el gobierno es, como el de los países, susceptible de fluctuaciones sociales violentas. Este fue un viaje de peligros extremos, que requería la mayor presencia de ánimo y una singular energía, para ganar la confianza y obediencia de los que estaban a bordo. Antes de que se concluyera. Pablo era virtualmente el capitán del bu­que, a la vez que el general de los soldados; y todos a bordo le debían sus vidas.

Llegada a Roma.— Por fin, los peligros de la mar quedaron atrás, y Pablo se aproximaba a la capital del mundo romano por la Vía Apia, el gran camino real por donde entraban los viajeros del Oriente a Roma. El movimiento y el ruido crecían a medida que se acer­caba a la ciudad, y las señales del esplendor y renom­bre romanos se multiplicaban a cada paso. Por muchos años había estado dirigiendo su vista hacia Roma pero siempre había pensado entrar a ella en circunstancias muy diferentes de las que ahora le rodeaban. Siempre había pensado en Roma como un buen general piensa en el centro de la fuerza del país que está conquis­tando, que espera ansioso el día en que dirigirá la carga contra sus puertas. Pablo estaba comprometido en la conquista del mundo para Cristo, y Roma era el último reducto adonde había esperado llevar el nombre de su Maestro. Pocos años antes había dirigido a ella el famoso desafío: "Estoy presto a anunciar el Evangelio también a vosotros que estáis en Roma; porque no me avergüenzo del evangelio; porque es potencia de Dios para dar salud a todo aquel que cree". Pero ahora, cuando se encontraba ya a sus puertas, y pensaba en la condición abyecta en que se hallaba —un hombre viejo, cano, decaído: un prisionero encadenado que acababa de escapar del naufragio— su corazón se entristeció y se sintió enteramente solo. En estos momentos, sin embargo, sobrevino un pequeño incidente que le res­tauró un tanto: en una pequeña población, a cuarenta millas de Roma, le encontró un pequeño grupo de hermanos cristianos, quienes, al oír hablar de su llega­da, habían salido a darle la bienvenida, y diez millas adelante encontró otro grupo que venía con el mismo propósito. Era excesivamente sensible a la simpatía humana, y la vista de estos hermanos, así como el interés que tenían por él le reanimaron por completo. Dio gracias a Dios y tomó valor; sus antiguos senti­mientos volvieron con fuerza, y cuando en compañía de estos amigos llegó a aquella altura de los montes Albani, desde donde se obtiene la primera vista de la ciudad, su corazón se ensanchó con la anticipación de la victoria; porque sabía que llevaba en su pecho la fuerza que cautivaría a la orgullosa ciudad. No fue con el paso del prisionero, sino con el del conquistador, que pasó por las puertas de la capital. Su camino tenía que ser precisamente aquella Vía Sacra por la que tantos generales romanos habían pasado en triunfo para dirigirse al Capitolio, sentados en un carro de victoria, seguidos por los prisioneros y despojos del enemigo, y en medio de las aclamaciones de la entu­siasta Roma. Pablo no se parecía mucho a tales héroes. Ningún carro de victoria le llevaba; andaba con sus pies, lastimados por el camino. No iba adornado con medallas ni ornamentos; una cadena de hierro colgaba de sus puños. Ninguna multitud entusiasta festejaba su llegada, unos cuantos amigos humildes formaban toda su escolta. Sin embargo, nunca pisó el suelo de Roma un conquistador más verdadero; ni pasó jamás bajo sus puertas un corazón más confiado en la victoria.

Primera prisión en Roma

Dilación del proceso.- Mientras tanto, sus pasos no se dirigían al Capitolio, sino a una prisión; y estaba destinado a quedar en ella mucho tiempo, pues su proceso no vino hasta después de dos años. Las dila­ciones de la ley han sido proverbiales en todos los países y en todas las épocas; y la ley de la Roma imperial no era fácil que estuviera libre de este reproche durante el reinado de Nerón, hombre tan frívolo que cualquier compromiso de placer, o cualquier capri­cho, era suficiente para apartarle del negocio más importante. A decir verdad, la prisión fue del carácter más suave. Puede haber sido que el oficial que le trajo a Roma haya dado buenos informes en favor del hombre que le salvó la vida durante el viaje; o puede haber sido el oficial bajo cuya jurisdicción quedó y a quién se conoce en la historia profana como hombre de justicia y humanidad, el que haya tomado informes en este caso y formado una opinión favorable de su carácter. Pero de todas maneras, se le permitió a Pablo alquilar una casa por sí mismo y vivir en ella en completa libertad, con la única excepción de que debía cuidarle constantemente un soldado que tenía la responsabilidad de él.

Ocupaciones de una prisión.- Esto estaba muy lejos de la condición que habría deseado un espíritu tan activo. El habría querido andar de sinagoga en sinagoga en la inmensa ciudad, predicando en las calles y en las pía/as, y fundando congregación tras congregación entre este numeroso pueblo. Otro hombre así arrestado en medio de una carrera de incesante movimiento, y encerrado dentro de las paredes de una prisión, pudo haber permitido a su mente estancarse en la inactividad y la desesperación. Pero Pablo se ocupó de una manera distinta enteramente. Valiéndose de todas las posibili­dades de la situación, convirtió su propio cuarto en un centro de extensa actividad y beneficencia; en los pocos pies cuadrados de superficie que le estaban permitidos, fijó el punto de apoyo de una palanca con que movió el mundo, y estableció dentro de los muros de la capital de Nerón una soberanía más extensa que la de aquel monarca.

Aun la circunstancia más tediosa de su suerte se volvía buena. Esta era el soldado que le vigilaba. Para un hombre del temperamento fogoso y activo de Pablo esto debe haber sido a menudo una molestia intolera­ble; y en verdad, en las cartas que escribió durante su prisión frecuentemente habla de sus cadenas, como si nunca hubiera podido apartar él esta idea de la mente. Pero no permitió que esta irritación le quitara la opor­tunidad de hacer el bien que las circunstancias le pre­sentaban. Por supuesto, su vigilante se cambiaba a ciertas horas, pues un soldado relevaba a otro en la guardia. De esta manera tal vez haya habido seis u ocho con él cada veinticuatro horas. Pertenecían a la guardia imperial, la flor del ejército romano. Pablo no podía sentarse horas enteras al lado de otro hombre sin hablarle del asunto que estaba más cerca de su cora­zón. Les habló a estos soldados acerca de sus almas inmortales, y de la fe en Cristo. Para hombres acostumbrados a los horrores de la guerra romana y a las maneras de los cuarteles romanos, nada podía ser más admirable que una vida y carácter como los de él; y el resultado de estas conversaciones fue que muchos de ellos se volvieron hombres cambiados, y un avivamiento se extendió por entre los cuarteles y penetró hasta la servidumbre de la casa imperial. El cuarto del após­tol estaba algunas veces lleno de hombres de rostro severo y como de bronce, contentos de verle a otras horas que en aquellas en que la obligación los forzaba a estar allí. El simpatizó con ellos, y entró en el espíritu de su ocupación; en realidad estaba lleno del espíritu guerrero. Tenemos una imperecedera reliquia de estas visitas en una arenga de elocuencia inspirada que le dictó este período: "Vestíos de toda la armadu­ra de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potes­tades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regio­nes celestes. Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habien­do acabado todo estar firmes. Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia; y calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz. Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno. Y tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios". Esta figura fue tomada de la armadura de los soldados que asistían a su cuarto, y tal vez estas vivas sentencias fueron escuchadas por sus guerreros auditores antes de que hubieran sido transferidas a la epístola en que están conservadas.

Sus guardias convertidos.- Pero tenía otros visitan­tes. Todos los que tenían interés en el cristianismo en Roma, judíos y gentiles, se reunieron con él. Tal vez no hubo un día, de ios dos años que duró su prisión, en que no haya tenido estas visitas. Los cristianos de Roma aprendieron a ir a este cuarto como a un orácu­lo. Muchos maestros cristianos afilaron allí su espada; y se difundió una nueva energía por los círculos cristia­nos de la ciudad. Muchos padres ansiosos trajeron a sus hijos, muchos amigos a sus amigos, esperando que una palabra de los labios del apóstol despertara la concien­cia dormida. Muchos hombres errantes, que vagaban por allí por casualidad, se volvieron hombres nuevos. Tai fue Onésimo, un esclavo de Colosas, que llegó a Roma habiendo huido de su dueño, pero que fue mandado otra vez a su amo Filemón, no ya como un esclavo, sino como un hermano amado.

Visitas de ayudantes apostólicos. — Venían visitas todavía más interesantes. En todos los períodos de su vida ejerció una fuerte fascinación sobre los jóvenes. Ellos eran atraídos por el alma varonil que encerraba, en la cual encontraban simpatía para sus aspiraciones e inspiración para el más noble trabajo. Estos jóvenes amigos, que estaban esparcidos por todo el mundo en la obra de Cristo, lo visitaban en regular número en Roma. Timoteo y Lucas, Marcos y Aristarco, Tíquico y Epafras, y muchos otros venían a beber de este fresco e inagotable manantial de vigor y de sabiduría. Y él los mandaba otra vez para llevar mensajes a sus iglesias o traer noticias de sus circunstancias.

Mensajeros de sus iglesias.— Nunca cesó de pensar en sus hijos espirituales que tan distantes se encontraban. Diariamente vagaba su imaginación por los valles de Galacia y a lo largo de las costas de Asia y Grecia; todas las noches haci'a oración por los cristianos de Antioquía y Efeso, de Fílipos, Tesalónica y Corinto. No faltaban pruebas agradables de que ellos también hacían recuerdo de él. De vez en cuando aparecía en su alojamiento un delegado de alguna iglesia distante que traía las salutaciones de sus convertidos, o tal vez un auxilio para subvenir a sus necesidades tempo­rales o pedir su decisión sobre algún punto de doctrina o sobre alguna práctica acerca de la que se hubieran levantado ciertas dudas. Estos mensajeros no volvían vacíos: llevaban mensajes escritos de todo cora­zón, o palabras áureas de consejo de su amigo apostó­lico. Algunos de ellos llevaban más aún. Cuando Epafrodito, delegado de la iglesia de Filipos que había mandado a su padre en Cristo un ofrecimiento amoro­so, volvía a su iglesia, Pablo mandó con él en recono­cimiento a su bondad la Epístola a los filipenses, la más hermosa de todas sus cartas, en la cual pone de manifiesto su corazón desnudo, y en cada sentencia brilla un amor más tierno que el de una mujer. Cuando el esclavo Onésimo fue mandado otra vez a Colosas, recibió como el ramo de paz para ofrecer a su amo, la exquisita y pequeña Epístola a Filemón, monumento inapreciable de la cortesía cristiana. Llevó también una carta dirigida a la iglesia de la ciudad en donde vivía su amo, la Epístola a los colosenses. La composición de estas epístolas fue con mucho la parte más importante de la variada actividad de Pablo en la prisión; y coronó este trabajo escribiendo la Epístola a los efesios, que es tal vez el libro más profundo y más sublime que el mundo haya conocido. La iglesia de Cristo ha derivado muchos beneficios de las prisiones de los siervos de Dios; el libro más grande de genio religioso no inspi­rado, "El Viador", fue escrito en una cárcel; pero nunca vino a la iglesia mayor bendición con el disfraz de la desgracia, que cuando el arresto de las actividades corporales de Pablo en Cesárea y Roma le suministró el reposo que necesitaba para alcanzar las profundidades de la verdad sondeadas en la Epístola a los efesios.

Sus escritos.- Puede haber parecido una oscura dispensación de la Providencia a Pablo, que el curso de la vida que había llevado se hubiera cambiado tan completamente; pero los pensamientos de Dios son más altos que los del hombre, y sus caminos más altos que los de éste; y él dio a Pablo gracia para dominar las tentaciones de su situación y hacer mucho más en su inactividad forzada por el bienestar del mundo y la estabilidad de su propia influencia, que lo que había podido hacer en veinte años de trabajo misionero. Sentado en su prisión, reunió en su corazón simpático los suspiros y las tristezas de millares de hombres, y desde sus fuentes inagotables de amor difundió valor y auxilio en todas direcciones. Su mente se sumergía más y más en el pensamiento solitario hasta que, hiriendo la roca en la oscura profundidad a que había llegado, dio origen a corrientes que todavía alegran la ciudad de Dios.

Ultimas escenas

El libro de los Hechos cesa repentinamente después de haber dado un breve sumario de los dos años de la prisión de Pablo en Roma. ¿Es que no había nada más que decir? Cuando vino su proceso, ¿resultó en su condenación y muerte? ¿O fue puesto en libertad y volvió a sus antiguas ocupaciones? Cuando la narración lúcida de Lucas nos deja tan de improviso, la tradición viene a ofrecernos su inseguro auxilio. Nos dice que fue absuelto en su proceso y fue puesto en libertad; que volvió a sus antiguos viajes y visitó a España, entre otros lugares; pero que poco tiempo después fue de nuevo aprisionado, y vuelto a mandar a Roma, donde murió como tantos otros mártires en las manos crueles de Nerón.

Por fortuna, sin embargo, no dependemos entera­mente de la ayuda precaria de la tradición. Tenemos escritos de Pablo indudablemente posteriores a los dos años de su primera prisión. Estas son las epístolas llamadas pastorales: las Epístolas a Timoteo y a Tito. Por estos escritos vemos que obtuvo su libertad y asumió de nuevo su empleo de visitar sus antiguas iglesias y fundar otras nuevas. Después de esto sus pasos no pueden seguirse ya, en realidad, con certi­dumbre. Lo encontramos otra vez en Efeso y Troas; lo encontramos en Creta, una isla en donde hizo escala durante su viaje a Roma, y en la cual quizá tomó interés; lo encontramos también explorando nuevos territorios en el norte de Grecia. Lo vemos una vez más como el jefe de un ejército que manda a sus edecanes por el campo de batalla, enviando a sus jóve­nes ayudantes a organizar y vigilar las iglesias.

Su libertad. Nuevos viajes.- Pero esto no había de durar mucho. Había tenido lugar un evento inmedia­tamente después de haber sido puesto en libertad, que no podía menos de tener influencia en su destino. Este fue el incendio de Roma: espantoso desastre, cuyo fulgor siniestro, aun a esta distancia, hace estremecer el corazón. Probablemente fue un capricho loco del mali­cioso monstruo que entonces llevaba el manto imperial. Pero Nerón vio la oportunidad de atribuirlo a los cristianos, e instantáneamente se desató contra ellos la más atroz persecución. Por supuesto, la fama del suce­so pronto se extendió por el mundo romano; y no era probable que el más notable apóstol del cristianismo pudiera escapar por mucho tiempo. Todo Gobernador pensó que no podía prestar un servicio más agradable al Emperador que remitirle a Pablo encadenado.

Segunda prisión en Roma.- Por consiguiente, no mucho tiempo después, Pablo estaba de nuevo aprisio­nado en Roma; pero esta vez no fue una prisión ligera, sino la peor dispuesta por la ley. No había grupos de amigos que ahora llenaran su habitación, porque los cristianos de Roma habían sido asesinados y espar­cidos, y era peligroso para cualquiera llamarse cristiano. Tenemos una carta escrita desde su calabozo, la última que escribió, la segunda Epístola a Timoteo, la cual nos suministra una ligera idea de indecible elocuencia de las circunstancias del prisionero. Nos dice que una parte de su prueba ha terminado ya. Ni un amigo queda a su lado, cuando ve al tirano, sediento de sangre, que ocupa el tribunal de juez. Pero el Señor le acompañaba y le capacitaba para hacer escuchar al Emperador y a los espectadores de la concurrida basí­lica la voz del evangelio. El cargo contra él se había nulificado; pero no tenía esperanza de escapar. Todavía debían de venir otros trámites del proceso, y sabía que las pruebas para condenarlo serían descubiertas o in­ventadas. La carta denuncia la miseria de su calabozo. Le ruega a Timoteo que le traiga una capa que había dejado en Troas, para defenderse de la humedad de la prisión y del frío del invierno. Pide sus libros y perga­minos, para poder aliviar el tedio de las horas solitarias con el estudio que siempre había amado. Pero sobre todo, suplica a Timoteo que venga él mismo, porque estaba anhelando sentir el toque de una mano amiga, y ver el rostro de un amigo, siquiera una vez antes de morir. ¿Había sido por fin conquistado el bravo cora­zón? Leed la epístola y veréis. ¿Cómo comienza? "Asimismo padezco esto: mas no me avergüenzo; por­que yo sé a quién he creído, y estoy cierto que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día". ¿Cómo concluye? "Yo ya estoy para ser ofrecido, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida". Esta no es la queja del vencido.

Proceso y muerte.- Poca duda hay de que haya aparecido nuevamente ante el tribunal de Nerón, y esta vez la acusación no haya sido nulificada. En toda la historia no hay una ilustración más notable de la ironía de la vida humana que esta escena de Pablo ante el tribunal del déspota romano. En el tribunal como juez, ataviado con la púrpura imperial, estaba sentado un hombre que en un mundo malo había ganado la nota del ser peor y más miserable que existía: un hombre manchado con toda clase de crímenes, el asesino de su propia madre, de sus esposas y de sus más adictos bienhechores; un hombre cuyo ser entero estaba empa­pado de tal manera en todos los vicios imaginables que su cuerpo y alma no eran, como alguien dijo en su tiempo, más que un compuesto de lodo y sangre; y en el banco del acusado estaba el mejor hombre que el mundo poseía, con sus cabellos emblanquecidos por sus trabajos para el bien de sus semejantes y la gloria de Dios. Tal era el ocupante del lugar de la justicia, y tal el hombre que estaba colocado en el lugar del criminal.

Concluyó el proceso y Pablo fue condenado y entre­gado en manos del verdugo. Fue conducido fuera de la ciudad, con una multitud de la peor gente siguiéndole. Se llegó al sitio fatal; se arrodilló junto al tajo; el hacha del verdugo brilló al sol y cayó; y la cabeza del apóstol del mundo rodó por el polvo.

Epilogo

Así cometió el pecado su peor mal. Sin embargo, cuán pobre y vano fue su triunfo! El golpe del hacha solamente rompió la cerradura de la prisión y dejó al espíritu ir a su hogar y a su corona. La ciudad falsa­mente llamada eterna lo arrojó con execración de sus puertas; pero miles de miles le dieron la bienvenida en la misma hora a las puertas de la ciudad que realmente es eterna. Aun en la tierra no era posible que Pablo pereciera. El vive entre nosotros hoy con una vida cien veces más influyente que aquella que latía en su cere­bro mientras la casa terrena, que le hacía visible, toda­vía estaba padeciendo en la tierra. Dondequiera que los pies de los que publican las buenas nuevas pisen sobre las montañas, él va a su lado como un inspirador y un guía; en miles de iglesias cada domingo, y en miles de hogares cada día sus elocuentes labios enseñan aún ese evangelio del que nunca se avergonzó. Dondequiera que haya almas humanas buscando la blanca flor de la santidad o escalando las difíciles alturas de la abne­gación, allí él, cuya vida fue tan pura, cuya devoción a Cristo fue tan completa, y cuyo afán de alcanzar un propósito único fue tan incesante, es bienvenido como el mejor de los amigos.

Vida de San Pablo por James Stalker


 
 
   
 
Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis