evangelio mundial
  La Crucifixión
 

La crucifixión

Ellos habían conseguido arrebatar a su víctima de las manos de Pilato, en contra de la voluntad de éste, y "tomaron entonces a Jesús y le condujeron fuera de la ciudad". Al fin podían satisfacer su odio en el más alto grado. Lo llevaron precipitadamente al lugar de ejecu­ción, con todas las manifestaciones de un triunfo inhumano. Los ejecutores eran soldados de la guardia del gobernador; pero moralmente la acción pertenecía por completo a las autoridades judías. Ni aun así quisie­ron dejarla a cargo de los empleados de la ley a quienes correspondía, sino que con indecorosa ansiedad se pusie­ron ellos mismos a la cabeza de la procesión, con el objeto de celebrar su venganza contemplando los sufri­mientos de Jesús.

La turba

Deben de haber sido ya cerca de las diez de la mañana. La multitud frente al palacio se había ido au­mentando. Cuando la procesión fatal, encabezada por los miembros del Concilio Sanedrín pasó por las calles, atrajo a muchos más. Era día de fiesta, de modo que había millares de ociosos, listos para cualquier novedad. Todos aquellos, especialmente, que habían sido inocula­dos con el fanatismo de las autoridades, salieron en gran número para presenciar la ejecución. Era pues en medio de millares de espectadores despreciativos y crueles que Jesús caminaba a la muerte.

El Calvario

El lugar donde él padeció no puede señalarse ahora con certeza. Estaba fuera de las puertas de la ciudad, y era indudablemente el lugar común de ejecución. Se llama generalmente el monte del Calvario, pero no hay nada en los Evangelios que justifique semejante nombre, ni parece haber habido ninguna colina en las inmedia­ciones sobre la cual pudiera haber tenido lugar. El nombre Gólgota, "lugar de la calavera", puede significar la cima de una colina que tuviese tal forma, pero más probablemente se refiere a las horribles reliquias allí espar­cidas de las tragedias verificadas en aquel lugar. Era probablemente un espacio ancho y despejado, en el que podía reunirse una multitud de espectadores; y parece haber estado al lado de algún camino muy frecuentado, porque además de los espectadores estacionarios, había muchos otros que pasando por allí, hacían también mofa de Jesús en sus sufrimientos.

Los horrores de esta forma de muerte

La crucifixión era una muerte indeciblemente horri­ble. Como nos dice Cicerón, que estaba familiarizado con este suplicio, era el más cruel y vergonzoso de todos los castigos. Añade "que nunca al cuerpo de un ciudada­no romano se acerque esto, ni aun a su pensamiento, vista ni oído". Estaba reservada para los esclavos y los revolucionarios, cuyo fin debía marcarse con especial infamia. Nada podía ser más contranatural y repugnante que colgar a un hombre con vida en semejante posición. La idea parece haber tenido su origen en la costumbre de clavar bestias dañinas en algún lugar público, como una especie de diversión vengativa.

Si la muerte hubiera venido durante los primeros golpes, aún así habría sido terrible y dolorosa. Pero generalmente la víctima padecía dos o tres días con el dolor ardiente de los clavos en sus manos y pies; la tor­tura de tener las venas sobrecargadas; y lo peor de todo, la sed insoportable que aumentaba cada vez más. Era impo­sible no moverse para aliviar sus penas; sin embargo, cada movimiento traía consigo una nueva y excesiva agonía.

Su triunfo sobre ellos

Pero con gusto nos apartamos del horrible espectáculo para pensar cómo, por la fuerza de su alma, su resigna­ción y su amor, triunfó Jesús sobre la vergüenza, la crueldad, y el horror de esa muerte. De la misma manera que el sol, al ponerse con encamada gloria, hace que aun el charco corrompido brille como un escudo de oro, e inunda de esplendor aun los objetos más viles que alum­bren sus rayos, así él convirtió el símbolo de la esclavitud, maldad y horror, en símbolo de lo más puro y glorioso en el mundo.

La cabeza estaba suelta en la crucifixión, de modo que él podía no sólo ver lo que sucedía abajo, sino también hablar. Pronunció a intervalos siete palabras, las cuales se nos han dejado como siete ventanas por las cuales podemos ver aun dentro de su misma mente y corazón y aprender las impresiones hechas en él por lo que aconte­cía. Ellas nos demuestran que mantenía inquebrantable la serenidad y majestad que le caracterizaron durante el juicio, y que exhibía de una manera sobresaliente todas las cualidades que ya habían hecho ilustre su carácter.

Triunfó sobre sus sufrimientos, no por la serenidad indiferente del estoico, sino por el amor que le hacía olvidarse de sí mismo. Cuando desmayaba en la vía dolorosa, bajo la carga de la cruz, olvidó su fatiga y an­siedad para compadecerse de las hijas de Jerusalén y de los hijos de ellas. Cuando lo clavaron en la cruz, es­taba absorto en oración por sus asesinos. Olvidó los sufri­mientos de las primeras horas de crucifixión por su interés en el ladrón arrepentido, y en su cuidado de proveer un nuevo hogar para su madre. Nunca mostró su verdadero carácter más completamente; carácter de absoluta nega­ción en su trabajo por los demás.

Sus sufrimientos mentales

Fue en verdad, solamente por su amor que pudo su­frir tan profundamente. Sus sufrimientos físicos, aunque intensos y prolongados, no fueron mayores que los que han soportado otros, a menos que lo exquisito de su organismo físico los haya aumentado a un grado que a los demás hombres nos es inconcebible. El no duró más que cinco horas, tiempo más corto que el común, tanto que los soldados que estaban encargados de quebrarle las piernas, se sorprendieron al encontrarlo ya muerto. Sus peores sufrimientos eran los del espíritu. El, cuya vida era amor, que ansiaba el amor como el ciervo suspi­ra por las corrientes de agua, estaba rodeado de un mar de odio y de pasiones oscuras, amargas e infernales, que surgían a su alrededor y rompían en oleadas contra la cruz. Su alma era completamente pura; la santidad era su misma vida; pero el pecado la rodeaba y la oprimía con su contacto detestable, que la hacía estremecerse en todas sus partes.

Los miembros del Concilio Sanedrín fueron los pri­meros en descargar sobre él todas las expresiones posibles de desprecio y de odio malicioso, y el pueblo seguía fiel­mente su ejemplo. Estos eran los hombres que él había amado y amaba aún con pasión inextinguible; y ellos le insultaban, le golpeaban y pisoteaban su amor. Por los labios de ellos el maligno reiteraba una y otra vez la tentación con la cual había acometido a Jesús durante toda su vida, la de salvarse a sí mismo y ganar la fe de la nación por alguna manifestación de poder sobrenatu­ral hecha para su propia gloria.

Aquella masa agitada de seres humanos, de sem­blantes desfigurados por la pasión y que le miraban con ferocidad, era un epítome de la iniquidad de la raza humana. Los ojos de Jesús tuvieron que mirar todo esto, y la brutalidad, la tristeza, la falta de honor a Dios y esta exhibición de la vergüenza de la naturaleza humana fueron para él como un haz de lanzas concentradas en su pecho.

Llevando el pecado del mundo

Había otra angustia todavía más misteriosa. No sola­mente oprimía así su alma santa y amante el pecado del mundo reflejado en las personas de los que estaban a su derredor; también venía a atormentarlo de lejos, del remoto pasado y-del futuro. El llevaba los pecados del mundo; y el fuego destructor del carácter de Dios, que es el reverso de la luz de su santidad y amor, flameaba con­tra él para destruir así el pecado. Así plugo al Señor afligirlo, cuando a Aquél que no conoció pecado, cons­tituyó en pecado a causa de nosotros.

Obscuridad

Estos son los sufrimientos que hicieron aterradora la cruz. Después de dos horas, se apartó él completamente del mundo exterior y dirigió su mirada hacia el mundo eterno. Al mismo tiempo, una extraña oscuridad cubrió la tierra,y Jerusalén tembló bajo una nube cuyas lóbregas sombras parecían el comienzo de su condenación. El Gólgota estaba casi desierto. Jesús, silencioso, permane­cía suspendido de la cruz, en medio de la oscuridad exterior e interior, hasta que al fin, de las profundidades de una angustia que ningún pensamiento humano son­deará jamás, salió la exclamación: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?". Este fue el momento en que el Angustiado bebió la copa de amargura hasta las últimas gotas.

Ultimas palabras

Pero la oscuridad pasó, y el sol volvió a brillar. Tam­bién el espíritu de Cristo salió de su eclipse. Con la fuerza de la victoria obtenida en la última lucha, exclamó: " ¡Consumado está! " y entonces, con perfecta sere­nidad, entregó su espíritu con un texto de un salmo favorito: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".

La resurrección y la ascensión La muerte del cristianismo

Nunca hubo en el mundo una empresa que pareciera más completamente terminada que la de Jesús, en aquel sábado que era el último de la antigua dispensación. El cristianismo moría con Cristo y era sepultado con él en la tumba. Es cierto que nosotros, mirando atrás desde esta distancia y viendo la piedra colocada a la boca del sepulcro, experimentamos poca emoción. Nosotros esta­mos ya en el secreto de la Providencia y sabemos lo que ha de suceder. Cuando él fue enterrado, no había un solo ser humano que creyera que él se levantaría antes del día del juicio.

Las autoridades judaicas estaban completamente sa­tisfechas de esto. La muerte finaliza toda contro­versia; y había terminado aquella que existía entre Jesús y ellos, con el triunfo de ellos. El se había puesto delante como el Mesías, pero casi no tenía ninguna de las señales que ellos esperaban de uno que se presentara con tales pretensiones. Nunca recibió ningún reconoci­miento nacional de importancia. Sus adeptos eran pocos y sin influencia. Su carrera había sido muy corta. Ahora yacía en la tumba. No había que pensar más en él.

La reacción de los discípulos

El quebrantamiento de los discípulos había sido com­pleto. Cuando él fue aprehendido, "dejándolo, huye­ron". Pedro, en verdad, le siguió hasta el palacio del sumo sacerdote, pero sólo para caer más ignominiosa­mente que todos los demás. Juan le siguió hasta el Gólgota, y puede haber esperado, casi sin creerlo, que en el último momento descendiera de la cruz para as­cender al trono mesiánico. Pero aun el último momento pasó sin que nada se hiciera. ¿Qué les quedaba, sino volver a sus hogares y a su pesca, como hombres engaña­dos, que serían burlados durante el resto de su vida por la insensatez de seguir a un pretendiente, y a quienes se preguntaría por los tronos en que había prometido sentarlos?

Jesús, en verdad, había predicho sus sufrimientos, muerte y resurrección. Pero ellos nunca entendieron estas palabras; las olvidaron o les daban un significado alegórico, y cuando él estaba ya muerto, ellas no les im­partían consuelo alguno. Las mujeres vinieron al sepul­cro, el primer domingo cristiano no para ver la tumba vacía, sino para embalsamar el cuerpo. María corrió para decirles a los discípulos, no que había resucitado, sino que su cuerpo había sido quitado y puesto no sa­bía ella dónde. Cuando las mujeres dijeron a los demás discípulos que él las había encontrado, "sus palabras les parecían un desvarío, y no las creyeron". Pedro y Juan, como Juan mismo nos dice, "no conocían todavía la Escritura, que él había de resucitar de entre los muertos". ¿Podría haber otra cosa más patética que las palabras de los dos discípulos que iban a Emmaús: "Espe­rábamos que él era aquel que había de redimir a Israel?" Cuando los discípulos se reunieron, "estaban lamen­tándose y llorando". Nunca hubo hombres tan com­pletamente desilusionados y desalentados.

Pero ahora nosotros podemos alegramos de que ellos se hayan entristecido tanto. Ellos dudaron para que nosotros pudiéramos creer. Porque ¿cómo se explica que estos mismos hombres, algunos días después, estuvieran llenos de confianza y gozo, su fe en Jesús reavivada, y la empresa de la cristiandad otra vez en movimiento con una vitalidad mucho mayor que la que había poseído jamás? Ellos nos dicen que la causa de esto es que Cristo ya había resucitado y que ellos lo habían visto.

Nos hablan de sus visitas a la tumba vacía, y de cómo él apareció a María Magdalena, a las otras mujeres, a Pedro, a los que iban a Emaús, a diez de ellos en una oca­sión, a once de ellos en otra, a Santiago, a los quinientos, etc.

¿Son creíbles estas historias?    Pudieran no serlo, si se encontrasen aisladas.   Pero la afirmación de la resu­rrección de Cristo iba acompañada con la resurrección, indiscutible del cristianismo.    ¿Y cómo se explica la segunda sino por la primera?   Podría decirse que Jesús había llenado las mentes de sus discípulos con sueños de imperios que no había podido llevar a cabo; y que éstos, habiendo tenido una vez la idea de una tan magnífica carrera, no podían volver a sus redes, e inventaron esta historia con el objeto de llevar adelante la empresa por su propia cuenta.  O podría decirse que solamente se imagi­naron haber visto lo que cuentan acerca del resucitado.

Pero lo que causa admiración es que cuando renovaron su fe en él, ya no se les ve más siguiendo fines mundanos, sino fines intensamente espirituales. Ya no esperaban tronos, sino la persecución y la muerte. Sin embargo, se dirigieron a su nueva obra con una fuerza de inteligencia, nunca antes habían mostrado. Así como Cristo se le­vantó de entre los muertos con un cuerpo transfigura­do, lo mismo sucedió con el cristianismo. Se había desembarazado de todo lo que tenía de carnal. ¿Qué es lo que efectuó este cambio? Ellos dicen que fue la resurrección y la vista de Cristo resucitado. Pero no es el testimonio de ellos en sí la prueba de que él resucitó. La prueba incontestable es el cambio mismo, el hecho de que pronto llegaran a ser valientes, llenos de esperanza, creyentes, sabios, poseídos de ideas nobles y razonables sobre el porvenir del mundo, y preparados con recursos suficientes para fundar la iglesia, convertir al mundo, y establecer entre los hombres el cristianismo en toda su pureza.

Entre el último sábado de la antigua dispensación y el tiempo, pocas semanas después, en que este estupendo cambio se había indudablemente verificado, debe de haber intervenido algún acontecimiento que pueda pre­sentarse como causa suficiente de tan grande efecto. Solamente la resurrección responde a las exigencias del problema, y en tal virtud, está probada con una demos­tración más convincente de lo que pudiera serlo cualquier otro testimonio. Es una felicidad que este aconteci­miento sea capaz de tal prueba; porque si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe; pero si él resucitó, entonces toda su vida milagrosa es creíble, porque éste es el mayor de los milagros; su misión divina queda demostrada, porque debe de haber sido Dios quien lo resucitó, y se nos da la visión más consoladora que la historia ofrece de las verdades del mundo eterno.

Cristo resucitado

Cristo resucitado permaneció sobre la tierra el tiempo suficiente para satisfacer a sus adherentes de la verdad de su resurrección. Ellos no se convencieron fácilmente. Los apóstoles recibieron la noticia de las mujeres con incredulidad sarcástica; Tomás dudó del testimonio aun de los otros apóstoles, y algunos de los quinientos, a quienes él apareció sobre la montarla de Galilea, dudaron de su propia vista, y creyeron sólo cuando oyeron su voz. La paciencia tan tierna con que él trató a estos incrédulos muestra que aunque su apariencia física estaba cambiada, en su corazón era el mismo de siempre. Esto fue patéticamente demostrado también por los lugares que visitó en su forma gloriosa. Estos fueron los sitios queridos en los cuales había orado, predicado, trabajado y sufrido: las montañas de Galilea, el muy amado lago, el Monte de los Olivos, la aldea de Betania y sobre todo Jerusalén, la ciudad fatal que había matado a su propio hijo, pero a la cual él no podía dejar de amar.

La ascensión

A pesar de esto, había claras y evidentes indicaciones de que él no pertenecía ya a este mundo inferior. En su humanidad resucitada notamos cierta reserva que no existía antes. Prohibió a María Magdalena tocarle, cuando ella quiso besar sus pies. Se aparecía en medio de los suyos repentinamente y también repentinamente desaparecía de la vista. Sólo de vez en cuando estaba en su compañía, y ya no concediéndoles el trato constante y familiar de días pasados. Al fin, al cabo de cuarenta días, cuando el propósito que le detenía aún en la tie­rra estuvo cumplido, y cuando los apóstoles, fortalecidos por su nuevo gozo, estaban listos para llevar las nuevas de Su vida y de Su obra a todas las naciones, su humanidad glorificada fue recibida arriba en aquel mundo a que pertenecía por perfecto derecho.

***CONCLUSIÓN

Ninguna vida concluye, aun para este mundo, cuando el cuerpo que por un poco de tiempo la ha hecho visible, desaparece de sobre la faz de la tierra. Entra en la co­rriente de la siempre creciente vida de la humanidad y allí continúa actuando con toda su fuerza para siempre. En verdad, la magnitud real de un ser humano muchas veces sólo puede medirse por lo que esta vida posterior nos muestra que aquel era.

Así fue con Cristo. La modesta narración de los Evan­gelios apenas nos prepara para la demostración maravi­llosa de la fuerza creativa que produjo su vida, cuando parecía estar concluida. Su influencia en el mundo mo­derno es la prueba de cuan grande es, y es hasta hoy; porque debe haber tanto en la causa como hay en el efec­to. Se ha extendido sobre la vida del hombre, y la ha hecho florecer con el vigor de una primavera espiritual. Ha absorbido en sí todas las otras influencias, como un poderoso río que corre por en medio de un continente recibe tributarios que bajan de centenares de montes. Y la cualidad ha sido aun más excepcional que su cantidad.

Pero la prueba más importante de lo que él era, no se halla en la historia general de la civilización moderna, ni en la historia pública de la iglesia visible, sino en la expe­riencia de la sucesión de los verdaderos creyentes que, como eslabones de una cadena, llegan hasta él, a través de las generaciones cristianas. La experiencia de millares de almas redimidas por él de sí mismas y del mundo, prueba que la historia quedó dividida con la aparición de un regenerador que no era un mero eslabón en la cadena de los hombres comunes, sino Uno a quien la raza no podía por sí misma producir; el tipo perfecto, el Hombre entre los hombres. La experiencia de millares de con­ciencias que, aunque permanecen sensibles a su propia depravación, sin embargo, son capaces de regocijarse en una paz con Dios a quien han hallado ser el más grande motivo de una vida santa, prueba que en medio de las edades fue hecho un acto de reconciliación por el cual los hombres pecadores pueden unirse con el santo Dios. La experiencia de millares de espíritus beatificados por la visión de un Dios que a los ojos purificados por la Pala­bra de Cristo es luz tan completa que no hay ninguna tiniebla en él, prueba que la revelación final del Eterno al mundo ha sido hecha por Uno que lo conocía tan per­fectamente que él mismo no podía ser menos que divino. La vida de Cristo en la historia no puede cesar. Su influencia se aumenta cada vez más. Las naciones muertas esperan hasta que ésta les alcance, y ella es la esperanza de los espíritus más ardientes que están tra­yendo una nueva época. Todos los descubrimientos del mundo moderno, cada desarrollo de ideas más justas, de poderes más elevados, de sentimientos más exquisitos en la humanidad, son solamente nuevos auxilios para inter­pretar esa influencia. Levantar la vida al nivel de las ideas y del carácter de Cristo es el programa de la raza humana.

Vida de Jesucristo por James Stalker 


 
 
   
 
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