4. La Justificación
Preguntas por S. W. Royes; Respuestas por H. P. Barker
EL tema que vamos a tratar ahora es de la mayor importancia. Podemos confiar en el Señor Jesús como nuestro Salvador, y recibir una cierta consolación al pensar en Su preciosa sangre y en el poder de la misma para limpiar de todo pecado. Pero hasta que el alma conozca lo que es ser justificada, no puede haber una sólida paz.
Por lo que respecta a los no creyentes, es imposible exagerar la importancia de este asunto en su caso. Porque la justificación está en el umbral de toda verdadera bendición. Nadie puede entrar en el cielo excepto los que estén justificados de su culpa. Por ello, pido la atención de todos a las preguntas que se harán y a las respuestas que se den.
¿A qué clase de personas justifica Dios?
No me cabe ninguna duda de que muchos dirían: «A la buena gente», o «A aquellos que hacen lo mejor que pueden». Pero vamos a descartar las opiniones humanas y volveremos a la Palabra de Dios para recibir luz. El apóstol Pablo se refiere a Dios con un título muy entrañable en Romanos 4:5: «Aquel que justifica al impío». Así, es a los impíos a los que Dios está dispuesto a justificar.
Encontramos una ilustración de esto en el caso de dos hombres que subieron al templo a orar. Uno era religioso, y su religión afectaba en gran manera su vida y su conducta. Lo preservaba de muchas acciones de extorsión, injusticia e inmoralidad. Dos veces cada semana observaba un rígido ayuno. Pagaba sus diezmos puntualmente, y dedicaba grandes cantidades de dinero al servicio de Dios.
El otro hombre no pertenecía a la clase de los religiosos. En realidad, era un pecador, y no lo ocultaba. Al entrar en el templo, era bien consciente de que no era apto para estar allí, y, parado de lejos, inclinaba la cabeza, evidentemente avergonzado.
¿Cuál de estos dos hombres, pensáis vosotros, era más susceptible de ser justificado? El Señor Jesús, refiriéndose a este último, el pecador irreligioso, impío, dice: «Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro» (Lucas 18:14).
Sí, son los culpables, los pecadores y los viles, los que Dios justifica cuando reconocen su condición y se vuelven a Él. Aquellos que se imaginan ser «justos, que no tienen necesidad de arrepentimiento», permanecen sin justificación y sin bendición.
¿Cuál es la diferencia entre la justificación y el perdón?
El perdón es la eliminación de la pena de nuestros pecados; la justificación es la eliminación de la acusación misma de culpa que antes teníamos contra nosotros.
Comprenderemos mejor la diferencia si hacemos una imaginaria visita a un juzgado. Se está procediendo a juzgar a dos acusados de robo. El primero tiene muchos testigos para demostrar que estaba a muchos kilómetros de distancia cuando se cometió el delito. Se demuestra su inocencia de una manera irrefutable. Al absolverlo, el juez dice: «El preso puede abandonar este tribunal libre de toda culpa». En otras palabras, siendo inocente, queda justificado.
Con el otro, las cosas son distintas. Pero hay circunstancias atenuantes. Es joven; es su primer delito, y parece que fue inducido a cometer el delito contra su mejor criterio. El juez dirige una seria advertencia al preso y lo deja en libertad. No se dicta ninguna pena, y sale del juzgado libre. En pocas palabras, ha sido perdonado. Pero, aunque está perdonado, no ha quedado absuelto de los cargos contra él.
Ahora bien, esta ilustración nos ayudará a ver la diferencia entre justificación y perdón. Pero hemos de recordar que entre los hombres solo los inocentes pueden ser justificados, mientras que los culpables pueden ser perdonados. Salomón era consciente de esto al orar en la dedicación del templo (1 Reyes . En el versículo 32 él ora: «tú oirás desde el cielo y actuarás, y juzgarás a tus siervos, condenando al impío …, y justificando al justo». Luego, en el versículo 34 vuelve a orar: «tú oirás en los cielos, y perdonarás el pecado de tu pueblo Israel». ¡Considerad esto! Justificación para el justo y perdón para los que pecan.
Pero la gloria del evangelio es que muestra como Dios puede hacer lo que es imposible entre los hombres. Él puede justificar a los impíos, y ello incluso sin circunstancias atenuantes. Él puede tomar un pecador vil y corrompido, y no solo perdonarlo, sino absolverlo de toda acusación de una forma tan completa que puede proclamarse este reto, que nunca podrá ser contradicho: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica» (Ro. 8:13).
Si es Dios quien justifica, ¿por qué se dice que somos justificados por la fe?
La fe es simplemente el principio en base al que Dios justifica. Si Dios se declara dispuesto a justificar a pecadores impíos, es cosa bien razonable que Él debe declarar el principio en base al que Él lo hará, y el principio debe ser tal que deje claro que todo es de gracia de principio a fin. Es por esta razón que es «por fe», o porque, en las palabras de Romanos 3:26, Dios es el que justifica «al que es de la fe de Jesús».
Así que es la «fe», y no las obras, ni los votos, ni las oraciones, lo que se cuenta por justicia, pero es Dios quien lo cuenta como tal. Es totalmente Su acción.
Leemos que Cristo ha «resucitado para nuestra justificación». ¿Qué tiene que ver la resurrección de Cristo con que nosotros seamos justificados?
¡Tiene todo que ver! Es el gozne sobre el que gira toda la cuestión. Supongamos que fuese declarado culpable de alguna infracción y condenado a pagar una fuerte suma de dinero. Al no poder disponer de tal suma, me vería abocado a cumplir una sentencia de cárcel. Pero un amigo interviene y se compromete a pagar mi multa. Pero hasta que llegue el dinero, uno de los dos, mi amigo, o yo, ha de quedar detenido. Mi amigo, habiendo asumido mis responsabilidades, se queda allí hasta que pueda llegar un mensajero del banco con el monto de la multa, y a mí me dejan salir.
Lleno de ansiedad, me paseo arriba y abajo dejante del juzgado. Finalmente llega el mensajero del banco y entra en el edificio. Al cabo de unos minutos sale mi amigo y se reúne conmigo. En el acto cesa mi ansiedad. El hecho de su reaparición demuestra que las demandas del tribunal han quedado satisfechas. Ahora estoy verdaderamente libre,porque mi sustituto está libre.
Apenas si es necesario mostrar como se aplica esta sencilla parábola. Tú y yo somos los infractores, bajo el juicio de Dios. Cristo se ha ofrecido como nuestro Sustituto, y en la cruz Él satisfizo las demandas de la justicia en nuestro favor. Él pagó la multa por nosotros. ¿Fue suficiente Su pago? ¿Lo aceptó Dios como un pleno descargo de todas nuestras responsabilidades? Antes de morir, Él clamó: «Consumado es». Él dio Su todo, Su vida, Su sangre, pero,¿fue esto suficiente?
Él salió del sepulcro en la mañana del tercer día. La pregunta quedó contestada. Había sido suficiente. Aquel que había tomado nuestros pecados sobre Sí mismo estaba libre. Entonces, ¡también nosotros quedamos libres!
Así, la resurrección de Cristo está en la base de nuestra justificación. Naturalmente, cuando digo «nuestra» me refiero a los «creyentes». Él fue resucitado para nuestra justificación.
En Romanos 3:28 se dice que «que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley». ¿Cómo lo concilia usted con Santiago 2:24, donde leemos que «el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe»?
Estos dos pasajes no necesitan ser conciliados. A veces los hay que se imaginan que han descubierto declaraciones contradictorias en las Escrituras, pero la falta está en sus propias mentes, no en la Palabra de Dios.
En el caso que nos ocupa, la dificultad se desvanece cuando vemos que en Romanos se está hablando de la justificación ante Dios, mientras que en Santiago el tema es la justificación ante los hombres. Ambas cosas se ponen en contraste en Romanos 4, y en el versículo 2 se expone que la justificación por las obras «no [es] para con Dios».
Dios toma nota de la fe del creyente, y la cuenta por justicia para el dicho creyente. Pero la fe es invisible a los ojos de los hombres. Si ellos nos desafían respecto a qué razón tenemos para profesar que hemos sido perdonados y salvados, que somos hijos de Dios y herederos juntamente con Cristo, no podemos simplemente contestar, «Tenemos fe». Tenemos que justificar la posición que adoptamos con más que palabras. El amigo de Job, Zofar, preguntó: «¿Y el hombre que habla mucho será justificado?» (Job 11:2). Desde luego que no. No son los que hablan bien, sino los que andan bien, los que son justificados a la vista de sus semejantes. No es por los labios, sino por la vida; no por palabras, sino por obras, que podemos convencer a los demás que somos lo que afirmamos ser.
Es acerca de este aspecto de la verdad que trata Santiago. Pablo también, en algunas de sus epístolas, de manera especial en la dirigida a Tito, da mucho peso a la importancia de las buenas obras, no como una ayuda a nuestra justificación ante Dios, sino como testimonio ante los hombres, y con el fin de que «adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador».
Pero que nadie comience a hablar de buenas obras antes de asegurarse de que está justificado de todas las cosas por la fe en el Señor Jesucristo.
Leemos acerca de estar «justificados por gracia» (Ro. 3:24), «justificados por fe» (Ro. 3:28), y «justificados en Su sangre» (Ro. 5:9). ¿Debemos concluir que el hombre tiene que ser justificado tres veces?
En absoluto. Las tres expresiones comunican diferentes conceptos, pero todas tres se refieren al mismo acto. La gracia de Dios es la fuente de todas nuestras bendiciones; la sangre de Cristo es el canal mediante el que nos alcanza, mientras que la fe es sencillamente la apropiación de todo ello por nuestra parte.
Ilustraré lo que quiero decir. Esta ciudad recibe su suministro de agua del río que procede de los montes de más allá. Hay un abundante suministro para todos.
Hay tubos tendidos que van a las casas de la gente, y cuando alguien quiere agua, todo lo que tiene que hacer es abrir el grifo.
El río, que contiene un suministro inagotable de agua, es como la gracia. La gracia de Dios es el manantial y la fuente de toda bendición. En este sentido somos «justificados por Su gracia».
Los tubos son el medio por el que el agua es conducida a nuestras puertas, así como la sangre de Cristo es el medio por el que la gracia de Dios es puesta a disposición de los pecadores. Así, somos «justificados en Su sangre».
¿Y qué es «justificados por fe»? La fe es acudir con el vaso vacío y abrir el grifo. Es la apropiación para uno mismo de la bendición que se origina en la gracia de Dios, y que es hecha posible para nosotros por la sangre de Jesús.
Bildad suhita, otro de los amigos de Job, preguntó: «¿Cómo, pues, se justificará el hombre para con Dios?» ¿Cómo respondería usted a esta pregunta? (Job 25:4)
Lo primero es dejar de justificarse a uno mismo. «Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos», dijo el Señor Jesús a los fariseos, y en tanto que alguien haga esto, Dios no lo justificará. Cuando dejamos de tratar de justificarnos a nosotros mismos, justificamos entonces a Dios en Su juicio sobre nosotros debido al pecado. «Los publicanos justificaron a Dios», leemos, y esto era precisamente lo contrario a lo que estaban haciendo los fariseos. Condenarse uno mismo y justificar a Dios son así dos cosas que van juntas. Nos ponemos del lado de Dios contra nosotros mismos, y reconocemos la verdad de Su veredicto sobre nosotros como pecadores culpables, viles, merecedores del infierno. Este es el primer paso.
Además de esto, tenemos que apartar la mirada de nosotros mismos y dirigirla a Cristo. Creer en Jesús significa quedar justificado de todas las cosas (Ro. 3:26; Hch. 13:39). Cuando aprendemos lo que Su muerte ha cumplido por nosotros, y cómo Su resurrección nos absuelve de todo cargo, comprendemos lo que es estar justificados, y el bendito resultado de ello es «la paz con Dios» (Ro. 5:1).
Los cristianos, ¡triste es decirlo!, son a veces muy inconsecuentes en su manera de vivir. ¿Acaso estos cristianos siguen siendo personas justificadas?
Si solo aquellos cuya conducta fuese intachable fuesen los justificados, se tendría que buscar durante mucho tiempo antes de descubrir a un hombre justificado.
Pero veamos cómo se designa a los cristianos en Corinto. Su conducta distaba de ser perfecta. Habían merecido una reprensión pública acerca de cuestiones relacionadas con los principios morales más básicos. Sin embargo, y de la manera más incondicional, el apóstol Pablo podía decir de ellos: «ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados,ya habéis sido justificados» (1 Co. 6:11). Observemos que estas palabras se dirigen a ellos inmediatamente después de una ácida reprensión por sus constantes contiendas. Cierto, se les recuerda que habían sido lavados, santificados y justificados a fin de que huyeran de aquellas cosas de las que habían sido lavados. Pero no se les dice, a la vista de su pecado, que tuvieran que volver a ser lavados otra vez, santificados de nuevo, y vueltos a justificar. Se menciona su justificación como algo que había sido cumplido una vez por todas, y esta realidad es la base sobre la que puede hacerse un llamamiento a vivir de una manera consecuente y piadosa.
¿Cómo puede uno saber de cierto que está justificado?
Un pasaje de las Escrituras al que ya nos hemos referido nos proporciona una respuesta clara y plena. Volvamos a Hechos 13:39, y leeremos estas palabras: «en él» (Jesús) «es justificado todo aquel que cree». No creo que ninguna de mis palabras lo podría expresar de una forma más clara que esta.
No consideremos estas palabras meramente como un dicho de Pablo. Son palabras de Dios, registradas en el Libro de Dios para la bendición de nuestras almas.
Ahora bien, ¿qué es lo que Dios dice en este versículo? Que todos los que creen son justificados de todas las cosas.
¿De quiénes se dice que son justificados de todas las cosas? De todos aquellos que creen.
Ante esta declaración tan maravillosamente clara y sencilla, revestida como está de toda la autoridad del mismo Dios, dejad que os haga a esta pregunta a cada uno aquí: «¿Estás tú justificado de todas las cosas?»
Si tú te encuentras dentro del círculo de «todo aquel que cree», puedes con verdad decir, «Gracias a Dios, lo estoy».
Y si alguien preguntase cómo lo sabes, puedes contestar: «Dios dice que “todo aquel que cree” está justificado. Yo soy uno de aquellos de quién Él habla, un creyente en Jesús, de modo que estoy justificado». ¡Qué dicha cuando uno es sencillo y suficientemente semejante a un niño para tomar a Dios en Su palabra!
¿Cómo puede Dios, que es muy limpio de ojos para ver el mal, ser justo al justificar a un pecador impío?
¡Aquí tenemos un verdadero problema! Pero, gracias a Dios, la solución se encuentra en la cruz de Cristo. Las exigencias de la justicia quedaron completamente satisfechas con Su sangre, y quedó abierta la puerta para que Dios pudiera justificar y bendecir a pecadores impíos sin comprometer Su carácter como Dios de santidad y de verdad.
El propósito de Dios, desde la fundación del mundo, era la bendición del hombre, y este propósito se ha cumplido, no mediante ninguna mínima cesión en Su juicio contra el pecado, sino por la provisión de Uno que pudo llevar aquel juicio en toda su severidad y agotarlo.
No hay nadie que pueda, a la vista del Calvario, decir que el pecado sea cosa leve a los ojos de Dios. Él ha dejado bien claro ante el universo que Él aborrece infinitamente el mal, y que no bendice ni puede bendecir a los hombres aparte de la plena satisfacción de las exigencias de la justicia. La bendición que Él ofrece la ofrece con justicia. La obra de Cristo ha glorificado a Dios de tal manera que Él es justo, así como lleno de gracia, al justificar al pecador impío que cree en Jesús (véase Ro. 3:26).
¿Durante cuánto tiempo está justificado el creyente?
Durante todo el tiempo en que Cristo esté en el trono de Dios. La justificación del creyente durará hasta que Cristo vuelva a la cruz del Calvario y deshaga la obra que Él realizó allí. ¿Y cuándo será esto? ¡Nunca! Aquella obra permanece en toda su inquebrantable eficacia. Aquel que la realizó ha sido levantado del sepulcro y sentado a la diestra de Dios. En tanto que Él esté allí, y en tanto que Su obra retenga su eficacia, durante todo este tiempo el más débil creyente en Él estará «justificado de todas las cosas». Ningún cambio en nosotros, ninguna falta en nuestra conducta, ninguna frialdad de corazón, ningunos sentimientos de desesperación pueden desplazarlo del trono ni detraer del valor de Su obra. Así que, gracias a Dios, no pueden detraer de nuestra justificación. A pesar de nuestros fracasos y de nuestros defectos, estamos tan libres de nuestros pecados ante la mirada de Dios como Cristo mismo.