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  Paz Con Dios
 

5. Paz Con Dios

Preguntas por W. E. Powell; Respuestas por H. P. Barker

ES el feliz privilegio de cada verdadero creyente en Cristo el gozar de paz con Dios. Esto no significa que cada creyente goce de ella, pero sí que es posible para cada uno de nosotros poseer una paz sólida y firme con Dios por lo que respecta a nuestros pecados. ¿No es este pensamiento suficiente para hacer que nuestros corazones ardan con fervor para poseer y gozar de esta gran bendición? Que el Señor nos ayude en nuestra consideración de esta cuestión.

A veces oímos acerca de «paz verdadera» y «paz falsa». ¿Qué significan estos términos?

Es de temer que una gran cantidad de personas en esta ciudad están pasando sus vidas en una falsa paz, esto es, una paz que surge de la indiferencia. Habitan en el paraíso de los insensatos, y viven sin pensar en sus almas y descuidados de su terrible peligro. Adormecidos con el opio del diablo, pasan sus días en medio de un sopor, absortos en sus negocios, sus deberes, sus placeres, sus amigos, sus cuitas y sus pecados.

La verdadera paz, la paz divina, la paz con Dios, es algo muy diferente. Es el resultado no de la ignorancia o de la indiferencia, sino de saber que uno está fuera de peligro. Aquel que tiene paz con Dios ha afrontado su propia condición en presencia de Dios. Ha contemplado la enormidad de sus pecados y se ha reconocido como un rebelde culpable y merecedor del infierno. Ha creído las gratas nuevas acerca de Cristo que murió por los pecadores, y que resucitó de los muertos para su justificación.

Si le preguntáis donde están sus pecados, puede contestar: «Han desaparecido. Todos fueron echados sobre Cristo, y Él hizo expiación por ellos con Su sangre. Hoy Él está en la gloria. Aquel que llevó mis pecados sobre Sí mismo ya no los lleva más. ¡Ha quedado libre de la carga que llevó en el Calvario, y por cuanto Él está libre, yo también estoy libre!»

¿Puedes tú hablar de esta manera? Este es el lenguaje de aquel que tiene la paz verdadera.

¿Es posible tener paz respecto a algunas cosas, y no respecto a otras?

Creo que sí. El otro día yo estaba visitando a un hombre pobre que, por accidente, había perdido su posición. Había quedado hundido en la miseria, y apenas si sabía de dónde vendría la siguiente comida. Pero su confianza en la bondad de Dios se había mantenido firme. «No me siento inquieto», me dijo: «Dejo mis problemas en manos de Dios. Él me ayudará.» Este hombre podía, de esta manera, tener paz acerca de sus cuitas y necesidades.

Pero al continuar conversando, quedó claro el hecho de que en cambio no tenía paz tocante a sus pecados y a su estado delante de Dios. Aunque reconocía la bondad de Dios, lamentaba su propia falta de bondad, y a veces temía que nunca llegaría al cielo. No comprendía que su aceptación por parte de Dios no dependía del estado de su corazón, por importante que esto sea en su lugar, sino de la obra que Cristo llevó a cabo. De aquí que desconociese la verdadera paz con Dios. Respecto a sus problemas y cuitas, podía sentirse calmado y en paz, esperando que Dios le ayudaría; pero por lo que se refería a sus pecados y a su estado ante Dios, estaba lleno de ansiedad.

El caso de este hombre no es en absoluto infrecuente. Hay muchos que pueden pasar en paz por las tormentas de la vida, con la conciencia en sus corazones de la bondad de Dios, pero que nunca han llegado a aprender el secreto de la paz con Dios, por medio de la muerte y de la resurrección de Cristo.

¿Es la «paz con Dios» lo mismo que la certidumbre de la salvación?

No. El hecho es que no se dice mucho en la Biblia respecto a la «certidumbre de salvación», por la simple razón de que en los tiempos de los apóstoles, cuando se predicaba el evangelio en su sencillez y sin mixturas, aquellos que lo recibían y que creían en Cristo eran salvos, y, naturalmente, lo sabían. Pero en nuestros tiempos se da un estado de cosas muy diferente. Debido a la forma distorsionada en la que con frecuencia se presenta el evangelio, mezclado con la ley y con principios judaicos, existen miles que en cierta medida confían en Cristo y edifican todas sus esperanzas sobre Su preciosa sangre, pero que no pueden hablar con certidumbre de su salvación. De ahí la necesidad en la actualidad de apremiar la certidumbre, y de exponer como se obtiene, sencillamente aceptando lo que Dios ha dicho. Tomemos, por ejemplo, el bien conocido versículo de Hechos 13:39: «En Él es justificado todo aquel que cree». ¡Qué arma tan eficaz es este pasaje para poner en fuga toda duda y todo temor!

Pero la paz con Dios va más allá de mantener a raya las dudas y los temores mediante la ayuda de algún precioso pasaje de las Escrituras. Es el resultado de conocer lo que ha sido realizado mediante la muerte y resurrección de Cristo para el creyente. Mediante aquella obra han sido quitados todos nuestros pecados; hemos sido justificados de toda acusación. En otras palabras, ha quedado eliminado el elemento perturbador, y la bendita consecuencia es la paz con Dios.

Permitidme que dé una ilustración para mayor claridad. Hace algunos meses yo vivía en una casa rodeada de pastos en los que había mucho ganado. El camino desde la casa al pueblo vecino pasaba por estos pastos. No había otra forma de llegar allí.

Una tarde estaba yo dirigiéndome a pie al pueblo con una señora que tenía mucho miedo a las vacas. Cuando vio que nuestro camino pasaba directamente a través de una manada de estos animales, se puso muy nerviosa, y quería volverse atrás. Hice todo lo que pude para tranquilizarla. Le dije que había pasado por este camino muchísimas veces, y que nunca había visto la menor señal de ferocidad en las vacas; que eran totalmente inofensivas, y que sería más probable que las vacas huyeran de ella que no que la acometieran. Al final mi amiga se tranquilizó y emprendió la marcha, no sin alguna inquietud al principio, pero con una creciente confianza. Ella creyó mi palabra cuando le aseguré que no había ningún peligro, y sus temores se desvanecieron totalmente cuando vio que realmente no había ninguna causa para alarmarse. De esta manera obtuvo la certidumbre.

Al volver del pueblo, más tarde, encontramos que todas las vacas habían sido conducidas a otra sección de la finca. No quedaba una sola pezuña, ningún cuerno a la vista.

El rostro de mi acompañante se iluminó con una sonrisa, y exclamó: «¡Oh, las vacas han desaparecido!»

«Sí,» contesté, «pero usted ahora no tendría miedo de pasar por su lado, verdad?»

«No,» dijo la señora; «Sé que no me harían daño y que mis temores son insensatos y sin razón, pero de todos modos me alegra que hayan desaparecido».

Ahora bien, creo que esto ilustra la diferencia entre la certidumbre de la salvación y la paz. Tranquilizados y con la seguridad que nos da la propia Palabra de Dios, podemos seguir nuestro camino sabiendo que los temores son infundados y sin razón. Pero cuando vemos que todo aquello que temíamos ha desaparecido, que nuestros pecados han sido quitados, que el juicio que merecíamos ha sido soportado, y que las demandas de la justicia divina han quedado plenamente satisfechas—entonces es que tenemos una verdadera paz. La fuente de nuestro temor ha quedado eliminada. Y esto es precisamente lo que Cristo ha cumplido por nosotros.

¿Por qué no todos los creyentes gozan de la paz con Dios?

Hay multitudes que carecen de paz porque son creyentes incrédulos. Cuando el Señor Jesús alcanzó a los dos caminantes en el camino de Emaús, se encontró con que ellos, aunque eran verdaderos discípulos, estaban llenos de incredulidad. «¡Oh insensatos,» les dijo, «y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!»

Muchos en la actualidad están precisamente en la misma condición. Confían en el Señor Jesús como su Salvador, y depositan todas sus esperanzas de gloria futura en Su preciosa sangre, pero son lentos en creer lo que el evangelio les asegura que es el resultado de Su muerte y resurrección. No ven que como consecuencia de Su obra todos sus pecados han sido eternamente quitados, y que son con toda justicia absueltos por Dios de toda acusación.

La mayoría de nosotros estamos familiarizados con la historia de la victoria de David sobre Goliat. Un israelita, al ver al valeroso joven avanzar hacia el arrogante gigante, pudiera haber exclamado: «Confío en este joven. Sé que es un hombre de Dios, y tengo toda la confianza de que por medio de él Dios dará hoy la libertad a Israel.»

El hombre que habla así es evidentemente un creyente en David. Sus esperanzas de liberación descansan en la capacidad de David para vencer a Goliat.

Pero finalmente, cuando los clamores de triunfo reverberan en el aire, y David vuelve al campamento con la cabeza del gigante en sus manos, aquel mismo hombre está sentado en su tienda con una mirada de ansiedad en su rostro. ¿Por qué no comparte el gozo y no se une al cántico de gratitud? Porque no conoce el significado de estas aclamaciones. No se ha dado cuenta de que el gigante ha muerto. En el momento en que comprenda no solo que David es un libertador digno de confianza, sino que realmente ha cumplido la obra de liberación, y que el enemigo ha desaparecido, la paz y el gozo serán su parte.

Es así que muchos permanecen privados del goce de la paz. Tienen fe en Cristo como Libertador digno de confianza, pero no comprenden el pleno resultado de la obra que ha cumplido. Quizá nunca les ha sido expuesto. Tan pronto como lleguen a comprenderlo, el bendito resultado será la paz.

La introspección es otra causa de agitación. Una mentalidad mundana es también un gran obstáculo para el goce de la paz.

¿Puede llegar a ser demasiado tarde para que el pecador comience a hacer la paz con Dios?

En cada caso es demasiado tarde—diecinueve siglos demasiado tarde. De hecho, es una total imposibilidad absoluta que un pecador arregle su situación con Dios. Pero no debe desesperar por ello, porque Cristo ha realizado la obra necesaria, y la paz se debe conseguir, no con que el pecador haga nada, sino pasando a gozar de los resultados de la obra de Cristo.

Cristo ha hecho la paz, una vez por todas, mediante la sangre de Su cruz (Col. 1:20). Él ha echado los seguros fundamentos de nuestra bendición. No tenemos parte ni suerte en la realización de tal obra.

Para obtener la «paz con Dios», entonces, que el pecador deje de tratar de hacerla él, y que se apropie, por la fe en Cristo, de los resultados de Su muerte y resurrección. Nunca es demasiado tarde para esto, mientras haya vida.

En el Salmo 119:165 leemos: «Mucha paz tienen los que aman tu ley». ¿Qué significa esto?

No es exactamente la «paz con Dios» lo que se menciona aquí. La «ley» en este pasaje es algo mucho más amplio que los Diez Mandamientos. Se trata de la revelación de los caminos de Dios (hasta allí donde consideró oportuno en darlos a conocer en aquellos días), e indicaba el camino de la sabiduría, justicia y paz para el hombre. Aquellos cuyos corazones estaban influidos por ella gozaban de la bendición inseparable del conocimiento de Dios y de Sus caminos, por parcial que fuese necesariamente aquel conocimiento.

En nuestros días, el claro de estrellas de los tiempos del Antiguo Testamento ha dado lugar a la gloriosa luz de mediodía de la plena revelación de Dios. Dios se ha dado a conocer, y ha dado Su Santo Espíritu para que guíe nuestros corazones en las líneas de Su revelación. Si nos sujetamos a este bendito Espíritu Santo, y le dejamos que Él dirija nuestros corazones en lo que Dios ha revelado para nuestra bendición, nuestra segura porción será una gran paz, así como era la porción de los santos, en tiempos de David, que amaban las cosas de Dios.

Y por ello leemos, en Romanos 8:6, que «el ocuparse del Espíritu es vida y paz».

Pero esta paz no se debe confundir con la paz de Romanos 5:1, que es el resultado de ser justificados. En este caso se trata de una paz que es lo contrario a aquel estado de morbosa insatisfacción con el yo que con frecuencia es resultado de ensimismarnos con nuestra propia frialdad y pecaminosidad.

¿De qué depende la «paz con Dios»?

Si nos volvemos a Romanos 4:25, y relacionamos este pasaje con el primer versículo del siguiente capítulo, tendremos una respuesta en las mismas palabras de la Escritura. «Jesús, Señor nuestro,» leemos, «fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación. Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.»

La paz con Dios sigue inmediatamente del hecho de que somos justificados, y esto depende, como hemos visto, de la muerte y resurrección de Cristo. De esta manera han quedado satisfechas las demandas de la justicia divina, y por consiguiente la paz es nuestra.

¿Cuál es la diferencia entre la «paz con Dios» y la «paz de Dios» de la que leemos en Filipenses 4:7?

La «paz con Dios» tiene que ver con nuestros pecados y con nuestro estado de culpa ante Él, y es el resultado de lo que Él nos da a conocer.

La «paz de Dios» tiene que ver con las circunstancias de la vida, con las dificultades y las pruebas, y es el resultado de presentar nuestras peticiones ante Él.

La ansiedad es algo que debilita el brillo de muchas vidas cristianas. El creyente tiene la paz con Dios respecto a sus pecados, pero para poder pasar por este mundo de pruebas y dolor, tiene que cultivar el hábito de presentar todo a Dios en oración.

El resultado será que su corazón y su mente serán guardados en paz. La propia paz de Dios, que sobrepasa a todo entendimiento, reinará en él. Entonces aceptará cada circunstancia como ordenada por Aquel que hace que todo coopere para nuestro bien, y en lugar de angustiarnos y de murmurar, gozará de una serena confianza y paz.

Esto es lo que significa el pasaje en Filipenses 4.

¿Qué significaba el Señor Jesús al decir que dejaba Su paz con Sus discípulos en Juan 14:27?

El concepto es muy parecido al que acabamos de exponer. Pero las pruebas y las aflicciones de la vida son comunes a todos—las padecen tanto los inconversos como los hijos de Dios, aunque solo los últimos tienen la «paz de Dios» para guardar sus corazones en medio de todo ello.

Pero hay ciertas cosas con las que solo los cristianos tienen que enfrentarse, como la persecución por causa de Cristo y el padecer pérdida por fidelidad a Él. Estas cosas, el resultado del rechazo contra Cristo aquí y de Su ausencia, fueron previstas por Él, y Él advirtió «a los Suyos», a los que dejaba atrás, de que debían esperar sufrir oposición, injurias, persecuciones y calumnias. Pero en medio de todo lo que deberían sufrir por causa de Su nombre, gustarían de la dulzura de la paz celestial, Su propia paz. Si la tierra iba a ser un lugar de rechazo y dolor para ellos, se les iba a preparar un lugar en las «muchas moradas» arriba. Si les iba a dejar un legado de sufrimiento, esto iría acompañado de un precioso legado de paz. Se trata de una paz que el mundo nunca podrá dar, de una paz que el mundo nunca podrá arrebatar.

Hemos hablado a menudo de cuatro clases diferentes de paz.

1. La paz con Dios, que tiene que ver con nuestros pecados y estado de culpa, el resultado de haber sido justificados debido a la muerte y resurrección de Cristo (Ro. 5:1).

2. La paz interior, en contraste con una morbosa insatisfacción con uno mismo, el resultado de «ocuparse del Espíritu» (Ro. 8:6). Se trata de una paz que depende no tanto de nuestra fe en Cristo como de nuestra cotidianaocupación con Cristo, por el Espíritu Santo.

3. La paz de Dios, que guarda los corazones y las mentes de los que echan sus ansiedades sobre Él en medio de las cotidianas cargas y perplejidades de la vida (Fil. 4:7).

4. La paz de Cristo, la preciosa porción de aquellos que son dejados aquí para representarle en Su ausencia, y que a menudo tienen que soportar el vituperio y la persecución por causa de Su nombre.

Doce Diálogos Bíblicos - Harold P. Barker y otros. Traducción del inglés: Santiago Escuain © Copyright 2005, SEDIN - todos los derechos reservados. SEDIN-Servicio Evangélico Apartado 126 17244 Cassà de la Selva (Girona) ESPAÑA Se puede reproducir en todo o en parte para usos no comerciales, a condición de que se cite la procedencia reproduciendo íntegramente lo anterior y esta nota. http://www.sedin.org/dialogues/d00cast.html


 
 
   
 
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