evangelio mundial
  Adulterio
 

He cometido adulterio por David Constance

Un testimonio pastoral de caída y restauración. El recuento de un pastor que vivió la experiencia del fracaso moral y que para su restauración escogió el camino más costoso, difícil doloroso y angustiante.

Estoy sentado en la sala de nuestra casa, junto a mi esposa. Frente a nosotros se encuentra un colega pastor, molesto por la situación en la que se encuentra y me pregunta, con indignación:

" ¿Cómo pudiste hacer esto? "

Es la pregunta que yo mismo me había hecho vez tras vez en los días posteriores a la confesión de mi fracaso moral:"¿cómo pude haber hecho esto?". Jamás, en mis muchos años de pastor, hubiera imaginado que yo tendría que contestar esta pregunta. Mi conducta era indigna de un cristiano y mucho más, de un pastor.

Tengo que admitir que en ese momento no podía contestar la pregunta de mi colega. Más bien me sentía ofendido por el tono de indignación y juicio que revelaba su pregunta. Lo que más me dolía no era el pecado en sí, sino la humillación que estaba viviendo al verme expuesto ante la condena de los demás. En cada mirada me parecía ver el repudio a mi persona, la censura sin piedad de quienes ahora me daban la espalda.

Por supuesto que yo sabía que el fracaso moral también ocurre en la vida de los pastores. En más de una ocasión yo había formado parte de un comité de disciplina y había sentenciado con severidad a algún colega que había manchado la imagen inmaculada que nosotros los pastores preferimos creer que es nuestro distintivo. Yo también había buscado separarme rápidamente de aquella persona que había traicionado, por inmoralidad, su voto ministerial. Ahora, sin embargo, yo era el culpable, el blanco del juicio implacable de otros. Frente a la condena abierta o silenciosa de mis colegas, me sentía sofocado por una avalancha de emociones nunca antes experimentadas. En ese momento tampoco podía imaginar todo lo que me esperaba en los meses y años que vendrían. El precio de reconstruir mi vida me llevaría a una intensa lucha, la cual vino acompañada de la más aguda y profunda angustia personal.

Ahora, tres años después de esa agónica experiencia, me siento una persona nueva y muy distinta. Sé que nunca podré recuperar lo perdido. Por la gracia de Dios, sin embargo, he vuelto a ejercer tareas pastorales y diversos ministerios. Hoy, escribo estas palabras como un testimonio de la vasta e incomprensible gracia de Dios y con el afán de describir lo que he aprendido acerca de los pasos necesarios para una restauración completa de mi vida y ministerio. No es un proceso fácil. Tampoco va a ser igual para todos. Lo que sí puedo afirmar es que si se desea producir restauración, este proceso es absolutamente necesario.

¿Pecado inesperado?

El Nuevo Testamento es claro en cuanto a la necesidad de vivir en pureza sexual. ¿Cómo es posible, entonces, que el cristiano caiga en pecado sexual? Permítame decirle que nadie "cae en este pecado", como si fuera algo sorpresivo o indeseado: uno elige cometerlo. La probabilidad de realizar esa decisión, no obstante, aumenta en forma vertiginosa si no se da la importancia necesaria a las experiencias sexuales del pasado. Esas experiencias nos predisponen a volver a cometer el mismo acto, u otros similares.

Todos nosotros estamos expuestos a una diversidad de experiencias sexuales en la niñez y adolescencia. Las experiencias de la infancia por un lado, pueden ser consideradas como algo normal, que responden a la curiosidad del niño por entender su sexualidad. Frecuentemente, sin embargo, son mucho más que esto. A veces —y me temo que con mayor frecuencia de lo que creemos— esas experiencias incluyen abusos sexuales cometidos por un adulto. En la mayoría de los casos, el abusador es parte de la familia de la víctima. En otros casos uno ha perpetrado estos actos sexuales inapropiados contra otros.

Estas experiencias sexuales tienen un profundo efecto sobre nosotros por dos razones: en primer lugar no las podemos olvidar; en segundo lugar, establecen fortalezas mentales que condicionan nuestras conductas. En la vida nos olvidamos de muchas cosas, pero no de las agresiones sexuales porque cada una de ellas invade nuestra intimidad, ese halo misterioso que marca nuestra individualidad. Aun cuando no lo reconozcamos, esas memorias condicionan nuestro autoconcepto. Cuando uso el término "fortaleza mental" me estoy refiriendo al hecho de que las experiencias sexuales establecen en la mente una forma de pensar en cuanto al sexo. Entre otros efectos, queda el temor de que no podamos dejar de cometer el mismo pecado. Es decir, como me dijo un hermano, "temo que voy a repetir mi conducta con otra mujer". Esta duda representa una predisposición hacia cierta conducta sexual. Tampoco podemos negar que el diablo, quien conoce nuestras debilidades, utiliza esto para derribarnos.

Solamente podemos librarnos del poder de estas experiencias del pasado cuando asumimos responsabilidad por ellas. Esto incluye el dejar de culpar a otros y buscar un consejero experimentado que nos ayude a entender su importancia y efecto. A lo largo de toda una vida yo había enterrado estas experiencias, sabiendo que en la iglesia nunca encontraría un espacio seguro para hablar de ellas. Temía siempre la reacción y el repudio que causaría si confesaba que necesitaba ayuda en esta área de mi vida. ¡Y mucho más por ser yo un pastor! El silencio sobre el tema del sexo, que es tan común en la iglesia evangélica, finalmente sirvió para destruirme.

La confesión de pecados

Hemos perdido el hábito de la confesión pública en los cultos. En algunas iglesias, de larga tradición, todavía existe una liturgia que incluye un acto de confesión como parte del culto. En la gran mayoría de las iglesias evangélicas de América Latina, sin embargo, no practicamos la confesión los unos a los otros. En el mejor de los casos, el pastor, o algún hermano, pronuncia una ligera frase en su oración como, por ejemplo: "perdónanos todos nuestros pecados". Entonces, al no practicar la confesión en público, damos la impresión de que no es importante y en todo caso, argumentamos que la confesión se hace a Dios únicamente (una reacción contra el confesionario católico romano).

En términos generales, identifico dos formas de manejar el tema cuando se trata de la confesión de pecados sexuales. Una de estas es la confesión privada, hecha al pastor. En esas ocasiones, a veces ocurre que quien reconoce una falta moral demanda confidencialidad del pastor antes de entrar en los detalles. Quizás el pastor le promete a esta persona que nadie más ha de saber lo que ha sido confesado en la privacidad de la oficina pastoral. Hay algunos pastores que han aconsejado al individuo no declarar a su cónyuge lo ocurrido, supuestamente para "protegerlo". Este tipo de confesión y consejo tiene el efecto de aliviar la culpa de quien ha sido infiel. No obstante, le resta importancia a lo que ha hecho, pues lo libra de la obligación de ser honesto y consecuente con su conducta.

Es posible también que el pastor le diga: "Está bien, hermano. Dios ha escuchado su confesión. Él conoce nuestras debilidades y ya lo ha perdonado en Cristo. Sepa que esto queda entre nosotros. Vaya en paz y no vuelva a cometer este pecado."

El hermano se retira, creyendo que mágicamente el asunto está resuelto y que no volverá a repetirse. Sin embargo, aun cuando el pecado queda como algo secreto, varias personas han sido profundamente afectadas por él: el cónyuge (aunque desconozca la verdad), la persona con quien se cometió la infidelidad (quien carga con su propia culpa) y, a veces, otras personas en la congregación conocedoras de la situación (incluido el pastor que lo encubre). En ese caso, no se ha ayudado al individuo a reconocer el daño que ha cometido y, mucho menos, a buscar la reparación por la ofensa. Tampoco él se ha apropiado de la gracia divina que redime y cambia las conductas. Todo ha pasado al plano de lo secreto, donde se vive la vida cristiana sin transparencia y honestidad.

La otra forma de «confesión» utilizada, es aquella en la cual el pecado trasciende y se hace público. En estos casos, el liderazgo de la iglesia se ve obligado a actuar para condenar la conducta inaceptable del individuo y a aplicar la disciplina. En la mayoría de los casos esa disciplina consiste en prohibir la participación del individuo en la Cena del Señor por un período determinado. Además, se le quitan todos los cargos o responsabilidades que pueda tener en la iglesia y, en ocasiones, se le separa de la membresía.

Este tipo de disciplina generalmente deja un malestar en la congregación porque no se explica cuál ha sido la ofensa ni se justifican las formas de disciplina que han sido aplicadas. Tampoco considera las consecuencias para la vida de la familia involucrada. Casi siempre la persona afectada deja de asistir a la iglesia y desaparece de la comunidad cristiana porque la vergüenza lo consume y lo único que recibe de los hermanos es censura. En todo este proceso, solamente en raras ocasiones algún líder de la iglesia se acerca al caído para ofrecer su apoyo o para iniciarlo en un programa de restauración. Debemos reconocer con tristeza, que tales programas de restauración hoy son prácticamente inexistentes en la iglesia.

En mi caso, supe desde un comienzo que el único camino era la confesión. Comencé con mis colegas en el equipo pastoral (la otra persona afectada ya había hecho llegar la noticia al pastor titular). ¡Es imposible describir la angustia de ese primer encuentro! Luego, la confesión a mi propia esposa y a mis hijos resultó ser infinitamente más dolorosa, mas ellos me mostraron la gracia que no merecía y me perdonaron inmediatamente. Después confesé mi pecado a los dirigentes de la denominación; escribí una carta a todos los pastores, a la iglesia donde era miembro y había servido como parte del equipo pastoral y, finalmente, a mis amigos y conocidos sin fin. Sentía que mi vida se iba despedazando poco a poco. El fuego de la vergüenza consumía mis entrañas y todos los elementos que habían definido mi vida se desplomaban en un catastrófico colapso. Quedé quebrado y herido en medio de los escombros de mi ruina.

Este paso de confesión es increíblemente difícil. Varios meses después, un pastor que llegó a saber de mi situación me dijo:

" Fuiste un tonto al confesar tu pecado. Fíjate todo lo que perdiste."

No sé si logré disimular mi asombro. Por dentro, sin embargo, me preguntaba: "¿qué estará escondiendo él?". Si uno mide la posibilidad de la confesión por las consecuencias que producirá, jamás practicaría la confesión, pues el pecado siempre produce pérdidas, especialmente cuando de adulterio se trata. En un instante queda destruida la confianza entre los cónyuges, la otra persona se siente traicionada, e incluso violada. Surgen dudas acerca de la continuidad de la pareja y cuestionamientos sobre cuáles han sido las bases que unen a las dos personas. Yo nunca había pensado en todo lo que podría cambiar en mi pareja como consecuencia de mi pecado.

A pesar de todo esto, no encuentro otra alternativa que la confesión. Si he de ser consecuente con mi fe en Dios, no me queda otro camino. De esta manera he aprendido que la confesión pública me impone la necesidad de una humillación absoluta, una actitud que siempre debería haber estado presente en mi relación con Dios.

Pero la confesión también abre las puertas para la misericordia, pues no puedo ser perdonado si nadie conoce cuál ha sido mi pecado. Al admitir la verdad, escogí ponerle fin a la especulación que siempre acompaña estas situaciones. Todos podían entender la razón de mi repentina retirada del ministerio (por dos años la denominación me prohibió ejercer toda actividad ministerial). En el momento más amargo de mi vida pude recibir de mis hermanos el abrazo, las lágrimas y la promesa de apoyo en oración. Además, al confesar la verdad, me hice responsable de mi conducta y la resolución de todas las consecuencias posteriores.

Confesión MÁS arrepentimiento

Muchas veces tomamos por sentado que la confesión representa una actitud de arrepentimiento. Esto no necesariamente es así. La confesión puede ser producto de la obligación, porque ya no queda otra salida y cuando la evidencia condena, queda la opción de negarla o admitirla. Para el cristiano que busca integridad de vida solo le resta la confesión.

El arrepentimiento, sin embargo, es el paso necesario que sigue a la confesión porque expresa pena por el pecado cometido y el deseo de no reincidir. Los cambios de conducta solo son posibles cuando hay verdadero arrepentimiento y si no lo hay, caemos en la trampa de querer justificar nuestra conducta.

¿De qué manera hacemos esto? Culpando a otros. La confesión de una conducta sexual ilícita es tan desgarrante, que uno trata de echarle la culpa a cualquiera. Puede ser al cónyuge, a los padres, a las experiencias del pasado, o cualquier otro elemento que venga a la mano ("es tu culpa"; "no me satisfaces sexualmente"; "ella/él me sedujo»; «en mi niñez sufrí…", etc.). Existe en nosotros una desesperación por aliviar los sentimientos de culpa y ¿qué mejor forma que echar la responsabilidad sobre la vida de los demás? Yo me convierto en víctima y, en el proceso, eludo la responsabilidad por mi conducta.

El arrepentimiento, en cambio, es una actitud espiritual que expresa profundo pesar por el pecado cometido. Es una actitud de quebrantamiento, en la cual reconozco la impotencia de controlar mis acciones y acudo a Dios, en humildad, para que él cambie mi vida y conducta. Esto es posible únicamente por la obra del Espíritu Santo. Pablo claramente afirma, en 2 Timoteo 2.25, que es Dios quien concede el arrepentimiento y que este conduce a la verdad.

Desde que he vivido esta experiencia, he debido examinar continuamente mi vida para ver si esta es la actitud que tengo ante Dios. La reacción inicial a mi fracaso fue querer dejar todo esto atrás, no pensar más en ello y creer que podía encontrar soluciones fáciles para recuperar lo perdido. Llegué a entender que todos esos atajos eran formas de eludir la ansiedad y el disgusto que debía sentir por mi acción. El arrepentimiento necesario, en cambio, me lleva a postrarme continuamente ante Dios en verdadero quebrantamiento. La actitud que debemos cultivar es la expresada por David en el Salmo 86: «Atiéndeme, Señor, respóndeme, pues pobre soy y estoy necesitado. Tú, Señor, eres bueno y perdonador; grande es tu amor por todo los que te invocan. Eres Dios clemente y compasivo, lento para la ira, y grande en amor y verdad. Vuélvete hacia mí, y tenme compasión … ¡salva a tu hijo fiel!» (vv. 1, 5 y 15 NVI).

Además de esto, el arrepentimiento permite reconstruir las relaciones interpersonales quebradas, empezando con el cónyuge y los hijos y siguiendo por todas las personas que se han sentido traicionadas por la conducta de aquel en quien habían depositado su confianza. También esto es producto de un proceso lento, solamente posible por la acción del Espíritu Santo. Es necesario que la experimente tanto quien ha cometido la ofensa como los afectados. Por todo esto, podemos afirmar que el arrepentimiento no es una opción.

Restaurado totalmente: ¿cuándo?

Hoy puedo decir que soy una persona diferente. Pero lo digo en quietud, casi como un susurro. No "saco pecho", como para decir «miren lo que Dios ha hecho en mí». Siento que todas mis palabras y acciones deben ser revestidas de una profunda insuficiencia e inseguridad, una actitud que debería haber caracterizado todo mi ministerio. Hasta siento vergüenza por toda la auto-confianza que quise proyectar en los años pasados, creyéndome suficiente para cumplir con todas las demandas del pastorado. También me da profunda tristeza haber tenido que pasar por esta experiencia, con todas sus pérdidas, para permitir, recién ahora, que Dios obrara ciertos cambios en mi vida. Pero al mismo tiempo, no cambiaría el haber pasado por esta «escuela de lágrimas». Me sorprende lo mucho que me falta aún para ser formado a la imagen del Hijo de Dios. Por eso pido al Padre que no deje de humillarme, porque sólo así puedo aprender. ¿Ha terminado en mí el proceso de restauración? De ninguna manera.

El autor ha sido pastor y misionero de la Alianza Cristiana y Misionera por cuarenta años, y ha servido a Dios mayormente en la Argentina. Actualmente reside con su esposa, Betty, en Miami, Florida, donde ambos siguen en ministerios relacionados con la educación cristiana en América Latina y en iglesias hispanas en los Estados Unidos. En un segundo artículo él examinará las actitudes que se ven en la iglesia sobre el pecado sexual y pasos que pueden darse para restaurar a hermanos caídos.

© Apuntes Pastorales, Edición enero – Marzo 2004, Volumen XXI – Número 2

El porqué los pastores adúlteros no debieran ser restaurados por R. Kent Hughes y John H. Armstrong

Siempre ha existido el debate acerca de que si es apropiado que un pastor o anciano que haya cometido adulterio sea restaurado en su puesto. Para los pastores teólogos Kent Hughes y John Armstrong es muy importante hacer una diferencia entre la restauración al cuerpo de Cristo y la restauración al liderazgo pastoral.

"El verdadero perdón no implica, necesariamente, la restauración al liderazgo", escribió Kenneth Kantzer (editor de una prestigiosa revista cristiana) luego del fracaso moral de varios prominentes líderes cristianos evangélicos. Sin embargo, existe una marcada tendencia a vincular el perdón con la restauración al ministerio. En este artículo dos pastores teólogos hablan de la importancia de separar la restauración al cuerpo de Cristo de la restauración al liderazgo pastoral.

La iglesia se ve seriamente acosada por la pregunta: "¿Qué haremos con un pastor adúltero?" Durante la última década y en forma repetida, la iglesia se ha visto tambalear con revelaciones de conducta inmoral por parte de sus más respetados líderes. ¿Cómo respondemos a quienes han caído sexualmente y han traído desgracia sobre sí mismos, avergonzando a sus familias y deteriorando su liderazgo?

 

Lo que comúnmente sucede es lo siguiente: El pastor es acusado de un pecado sexual y se le declara culpable. Él confiesa su pecado, por lo general, con profundo pesar. Su iglesia o sus superiores en la denominación a que pertenece prescriben unos meses, o a menudo un año, en que el pastor debe buscar ayuda. Luego es restaurado a su anterior posición de líder, a veces en otra ciudad. Generalmente se le considera un "sanador herido", alguien que ahora sabe lo que significa caer y experimentar la gracia de Dios de manera profunda.

 

Es cierto que cada situación debe manejarse con sabiduría pastoral, y que algunos pastores que han caído, algún día, podrían ser restaurados al liderazgo. Sin embargo, creemos que esta situación (cada vez más común) no es sólo públicamente incorrecta, sino también profundamente dañina para el bien del pastor caído, para su matrimonio y para la iglesia de Jesucristo. Nuestro Señor Jesús fue tentado en todas las cosas así como nosotros somos tentados. No obstante, lo que lo hizo fuerte fue la tentación en sí, y no el fracaso ante ella. Si no razonamos con claridad, tal vez estemos animando, sutilmente, a la gente a cometer un serio pecado a fin de experimentar más gracia y así poder ministrar de manera más efectiva. Resulta difícil de creer, pero en este contexto hay quienes dicen cosas que implican precisamente esta idea.

 

El criterio del perdón

 

Esta perspectiva dice que un pastor arrepentido y perdonado que anteriormente llenaba todos los requisitos para esa posición, sigue llenando esas condiciones en base al perdón de Dios. ¿Cumplía antes los requisitos? ¿Ha confesado su pecado? ¿Lo ha perdonado Dios? Entonces nosotros debemos hacer lo mismo.

 

Esta lógica parte de la presunción no bíblica de que el perdón de pecados equivale a estar libre de culpa (o al carácter intachable). Dicha característica es la que se pide de los pastores en 1 Timoteo 3.2 y Tito 1.6. Si aceptamos esta premisa, todo lo que Dios pide es que un pastor que ha caído sea perdonado.

 

Sin embargo, esto confunde el fundamento de nuestra comunión con Cristo con el liderazgo público y el cargo en la iglesia. Nadie dice que el pastor que ha caído no pueda ser perdonado. Nadie debe argumentar que ese pastor no puede ser devuelto a la comunión de la iglesia de Cristo aquí en la tierra. No obstante, perdonar a un pastor que ha caído y restaurarlo como miembro de la iglesia es muy distinto a restablecerlo en su cargo como pastor.

 

El "criterio del perdón" es inadecuado porque no toma debidamente en cuenta dos hechos. En primer lugar, el adulterio es un pecado muy serio; en segundo lugar, el adulterio de un pastor es un pecado aun más serio.

 

Hay falsedades repetidas a menudo que a veces llegan a considerarse verdades; por ejemplo, la noción de que básicamente no existe diferencia entre el adulterio mental y el mismo acto de adulterio (ver Mt 5.27–28; Stg 2.10). Por el contrario, hacemos eco a la interpretación histórica de la iglesia, creemos que la codicia, los celos, el orgullo y el odio conducirán al infierno al igual como las manifestaciones externas (adulterio, fornicación, asesinato). Sin embargo, las manifestaciones físicas son pecados más serios debido al daño que producen tanto en el pecador como en la persona contra quien se peca.

 

El adulterio es un pecado serio precisamente porque infringe el pacto matrimonial. Viola el cuerpo de otra persona. Puede ser causa de divorcio. El adulterio mental no tiene estas consecuencias. La intención que tuvo Jesús en Mateo 5.27–28 no fue reducir el adulterio al nivel de la codicia, sino mostrar que la codicia, al igual que el adulterio, puede destruir el alma.

 

De la misma manera, comparemos el pecado mental de odiar con el acto de matar (ver Mt 5.21–22). En el primer caso la persona que odia se ve afectada por el odio, pero en la segunda circunstancia alguien muere. ¡Hay diferencia!

 

Además, la inmensidad del adulterio es evidente en 1 Corintios 6.18–20, donde el apóstol Pablo declara que el pecado sexual es contra el propio cuerpo. El contexto del pasaje demuestra que el pecado sexual está en una categoría propia. Las relaciones sexuales violan la unión hombre/mujer con la cual ellos se vuelven "una sola carne" (Gn 2.24). La profundidad de este lazo, que Dios reconoce como pacto, demuestra cuán dañina es la violación de ese pacto a la luz de la eternidad.

 

El comentarista Charles Hodge escribió en el siglo pasado que 1 Corintios 6 enseña que la fornicación "es totalmente singular en sus efectos sobre el cuerpo; no tanto en sus efectos físicos sino en sus efectos morales y espirituales". Pablo dice a los corintios que la totalidad del cuerpo y el alma de una persona (es decir la persona toda como ser humano) se ve involucrada en la relación sexual. Como consecuencia, hay grandes daños provocados por este pecado.

 

Hodge agrega que el adulterio es un pecado contra el propio cuerpo porque es «incompatible... con el propósito de su creación, con su destino inmortal». Cordón Fee, reconocido experto contemporáneo en el Nuevo Testamento, escribe de manera similar: "La particular naturaleza del pecado sexual no está tanto en que uno peca contra uno mismo, sino contra el cuerpo, considerado éste de acuerdo a su lugar en la historia de la redención".

 

Por otra parte, el adulterio del pastor es un pecado aun más serio. ¿Por qué? Algunos pecados dañan más que otros precisamente debido a la persona que los comete. Como bien dice el Catecismo de Westminster, las personas eminentes por su profesión, dones y cargos son ofensores particularmente serios en vista de la influencia que tienen sobre otros. Esta seriedad adicional se hace realidad en cada caso de los pastores que cometen adulterio. Agreguemos a esto Santiago 3.1, el cual indica que los pastores serán considerados dignos de mayor juicio. Además tenemos un argumento de mucho peso: el adulterio pastoral es un pecado aun más grave que el adulterio en general.

 

Aunque hoy muchos apelan al criterio del perdón como respuesta compasiva hacia el pastor caído, este criterio no es compasivo ya que no aborda la profundidad de la cuestión.

 

Pero ¿por qué el adulterio hace que un pastor quede inhabilitado para su cargo?

 

El criterio de ser irreprensible

 

En las Epístolas Pastorales hay varias explicaciones directas de los requisitos para el ministerio pastoral. En 1 Timoteo 4.12 vemos un resumen: "...sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza". Tito 1.6 agrega que el anciano debe ser irreprensible. Esta palabra griega significa imposible de asir, inexpugnable. El comentarista William Hendriksen se refiere a esta cualidad diciendo, "los enemigos pueden proferir toda clase de acusaciones, pero cuando se aplican justos métodos de investigación, tales acusaciones resultan sin fundamento".

 

El adulterio no es el único pecado que inhabilita a un pastor para volver a su cargo, pero es uno de los más visibles y confusos que plagan a la iglesia actual.

 

Lo que es particularmente penoso en cuanto a este pecado es el abuso de poder que a menudo lo acompaña. Como resultado de la aventura amorosa del pastor, no sólo existe un profundo dolor en él, sino también un dolor aun más intenso en la esposa del pastor. Este, que ha recibido un cargo de honor a través del cual fue llamado a servir a personas vulnerables y que han sufrido abusos, con su proceder ha violado la confianza depositada en él.

 

El pastor anglicano Michael Peers manifestó: "Es un problema de raíces profundas y sombrías", y a menudo está protegido por los demonios hermanos, "negación y control". Don Posterski declara: "Cuando el poder que tiene el pastor es usado para su gratificación sexual, constituye un abuso sexual de poder".

 

Nos entristece que tan pocos líderes "caídos" reconozcan el abuso de poder inherente al adulterio pastoral. Y menos aun están dispuestos a hablar sobre la destrucción de la confianza como resultado de sus pecados. Muchos se escudan en conceptos psicoterapéuticos, tales como sanidad y recuperación, razones para volver al ministerio pastoral. Sin embargo, no expresan el genuino reconocimiento de la patología que se manifiesta en el abuso de poder.

 

El consenso en la historia de la iglesia demuestra con firmeza que el adulterio pastoral hace que el pastor quede descalificado. El historiador luterano Cari A. Volz en su libro Pastoral Life and Practice in the Early Church (Vida y práctica pastoral en la iglesia primitiva) declara, en forma categórica, que la iglesia excluyó del ministerio público a pastores como consecuencia del "desliz moral" y "herejía". Volz señala que la ordenación no protegía a los presbíteros; lo que había sido conferido podía ser quitado. El notable presbítero Hipólito, del segundo siglo, atacó enérgicamente la inmoralidad entre los líderes de la iglesia, e insistió en su inmediata remoción del cargo. El antiguo documento "La enseñanza de los apóstoles", de principios del segundo siglo, expresa que quien había sido ordenado como pastor o presbítero pero luego había desobedecido la Palabra de Dios, debía ser inhabilitado. La razón: tal hombre había mentido al tomar sus votos de lealtad y pureza ante Cristo y su iglesia. Tal quebrantamiento de los votos de ordenación era considerado como una atroz contravención del tercer mandamiento.

 

Los reformadores protestantes eran de la misma opinión. Juan Calvino prescribió: "A fin de obviar todos los escándalos de conducta será necesaria la disciplina de los pastores... a la cual todos deben someterse. Esto ayudará a asegurar que el pastor sea tratado con respeto y que la palabra de Dios no sea deshonrada ni burlada por la mala fama de los pastores y ancianos. Además, como la disciplina será impuesta a quien la merece, no habrá necesidad de suprimir calumnias ni falso testimonio que injustamente se emita contra inocentes".

 

Como hemos establecido, el cargo requiere que el pastor o anciano sea sin tacha. No hay duda de que 1 Timoteo 3.1–7 requiere, entre otras cualidades, que los episkopos (o ancianos de la iglesia) sean maridos de una sola mujer. Es decir, hombres de pureza moral cuya esposa es la única con quien tienen relaciones sexuales. Deben ser hombres que guardan el pacto de Dios y mantienen puro el lecho matrimonial (He 13.4). Pablo enfatizó a la iglesia en Éfeso, donde el pecado sexual era común entre los inconversos paganos, que la inmoralidad ni siquiera debía nombrarse en la iglesia (Ef 5.3).

 

Lo trágico es que al quebrantar el pacto de esta manera, hay un oprobio que perdura en el pastor caído, y esto tendrá consecuencias de largo plazo. El sabio Salomón lo expresó de manera solemne: "Mas el que comete adulterio es falto de entendimiento; corrompe su alma el que tal hace. Heridas y vergüenza hallará, y su afrenta nunca será borrada" (Pr 6.32–33).

 

Una de las preguntas problemáticas que a menudo surgen en cuanto a esta cuestión de ser "irreprensible" es la siguiente: ¿Es el conocimiento público del pecado la cuestión principal en cuanto a que el pastor sea irreprensible, o acaso hay algo en la naturaleza de este pecado que hace que el no tener tacha sea un asunto más importante que el conocimiento público? En otras palabras, ¿puede el hombre convertirse en irreprensible yendo a vivir a otra comunidad, a otra iglesia, y empezando otra vez de cero? En el nuevo lugar, se alega a menudo, otros no tendrán conocimiento de su fracaso pasado.

 

Sin embargo, un cambio de lugar geográfico no disminuirá la culpa porque el pecado causa una desintegración total. Por lo tanto, es probable que salga nuevamente a la luz, como lo explicara Juan Crisóstomo, Obispo de la Iglesia Primitiva del cuarto siglo: «Las fallas del anciano sencillamente no se pueden ocultar. Hasta las más triviales se han de conocer».

 

Tal vez algunos puedan, eventualmente, volver a su cargo pastoral, quizás después de haber sido ordenados otra vez. Además, no puede probarse exegéticamente que un pastor caído nunca pueda ser restaurado a su cargo. Pero esto no va en contra de lo que entendemos correcto. La pregunta vital que la iglesia enfrenta en nuestro tiempo no es qué podría suceder en casos excepcionales, sino cómo podemos ayudar a la mujer o mujeres contra quienes ha pecado el pastor o anciano. La pregunta también es cómo podemos ministrar a la esposa e hijos del pastor, aquellos contra quienes más se ha pecado en esta caída. La pregunta es qué se puede hacer para preservar a la iglesia espiritual y, moralmente, qué haremos para que el pastor comience el largo proceso de reordenar su vida devastada.

 

El adulterio prueba que el pastor caído no puede servir con integridad. La cuestión no tiene que ver con ser útil a la iglesia ni con tener dones para predicar. Haber estado guiando al rebaño en santa adoración semana tras semana, predicando la Palabra de Dios como siervo de la iglesia, y al mismo tiempo haber cometido adulterio revela una terrible grieta en el carácter (una grieta tóxica que envenena toda la vida). Un pastor que cayó en adulterio, después de muchos años escribió: «En mi caso, el fracaso moral fue el pecado visible ante la iglesia. Pero para mi vergüenza había muchas otras cuestiones que tal vez eran más odiosas para Dios que aquello que resultaba visible para los hombres. Lleva tiempo quitar estas cosas de raíz y reemplazarlas con características agradables para con Dios».

 

Hay una severa advertencia en 1 Corintios 9.25–27, donde el apóstol Pablo advierte que la falta de restricción diligente en la carne puede llevarnos a la apostasía. Este peligro debe tomarse en cuenta cuidadosamente al tratar con pastores y ancianos que han caído. Consideremos cuan sutilmente el pecado sexual se infiltra en toda la personalidad. Es posible que las relaciones sexuales ilícitas sean el medio para alimentar el sentimiento de poder de una persona, su necesidad de afecto, la imagen de sí mismo, el sentirse deseado y atractivo al sexo opuesto, el impulso hedonista, o bien todo eso junto, y así advertiremos el peligro. Estamos convencidos de que el permanecer en ministerio público en ciertos casos fomentará un autoengaño más profundo que llevará a los hombres a la ruina eterna.

 

¿Qué haremos entonces?

 

El pastor caído que confiesa el pecado, busca la gracia de Dios, y desea permanecer en comunión con la iglesia de Cristo, debe ser recibido y aceptado como cualquier otro cristiano que ha caído. Debe ser perdonado como ordena Jesús (Mi 18.22). Sin embargo, el perdón y la restauración a la comunión de la iglesia no significa que quien antes fue pastor ahora nuevamente llena los requisitos para ese cargo o el de anciano.

 

La iglesia no debe castigar al hombre que ha caído y se arrepiente. Pero el negarse a que vuelva a su puesto en el ministerio pastoral no es un castigo. Separar de su cargo al pastor que ha caído es honrar el santo estándar de Cristo. Es seguir el sabio consejo y modelos de los líderes a través de los siglos; es proteger al hombre y a su familia. Es guardar a la iglesia, a quien el Gran Pastor ama profundamente.

 

La Biblia habla de varios líderes prominentes que cayeron, líderes que tuvieron roles significativos aun después del fracaso. Inmediatamente pensamos en Moisés, David y Pedro. Sin embargo, no debemos apurarnos a usar estos tres ejemplos al hablar de pastores que han caído. Reflexionemos sobre varios asuntos de importancia: (1) El pecado de Moisés (homicidio) tuvo lugar 40 años antes de que comenzara su liderazgo, y él pasó prácticamente toda una vida en el desierto luego de su grave caída (2) El pecado de David pudo haber resultado en pena de muerte para cualquier otro. Además, él era un potentado del Medio Oriente que tenía un harén, no un modelo familiar para los pastores del Nuevo Testamento. Recordemos también que su reino y su familia no conocieron paz luego de su bajeza moral; su trono nunca recobró la estabilidad del pasado. (3) El pecado de Pedro fue grave, pero no fue un pecado contra su propio cuerpo (1 Co 6.18), y si bien fue un pecado de su personalidad, no fue el tipo de engaño voluntario y arrogante que es característico del adulterio. Tampoco fue premeditado, prolongado ni repetido a escondidas.

 

Terminamos con las sabias palabras de un pastor anónimo que cayó y se dirigió a sus colegas caídos: La cuestión principal es carácter e integridad, que en el caso de ustedes están hechos pedazos. Les ruego que confronten el problema ahora. La gracia de Dios restaura. Hay esperanza. Sin embargo, requiere un proceso, mucho tiempo, y más gracia aun. Confiesen el pecado y dejen su cargo. Sean responsables ante otros hermanos. Busquen la limpieza y la sanidad que necesitan. ¡Háganlo hoy! ¡Háganlo ahora.

 

R. Kent Hughes es pastor en Illinois, EE. UU., y autor de numerosos libros. John H. Armstrong es director de Ministerios Reforma y Avivamiento, y autor de un libro que desarrolla más detenidamente las ideas presentadas en este artículo.

 

Tomado de Christianity Today, usado con permiso

 

PREGUNTAS SOBRE LA LECCIÓN 

1. ¿Qué papel desempeña en la necesidad de vivir en pureza sexual las experiencias sexuales del pasado?

2.  ¿Cómo afectan nuestra conducta las experiencias sexuales negativas de nuestro pasado?

3. ¿Porqué no es tan facil olvidar las agresiones sexuales?

4. ¿Cuándo nos podemos librar de las experiencias del pasado?

5. ¿Qué importancia tiene en la vida del líder (y cualquier creyente) la confesión de pecados?

6.  La confesión también abre las puertas para la ________________.

7. ¿Por qué además de la confesión es necesario el arrepentimiento?

8. ¿Qué expresa el arrepentimiento?

9.  Los cambios de conducta solo son posibles cuando hay verdadero _________________.

10. ¿Porqué el arrepentimiento no es una opción, sino una obligación cuando queremos enfrentar la realidad de un pecado?

11. ¿Por qué en un pastor el adulterio es mucho más serio?

12. ¿Por qué el adulterio hace que un pastor quede inhabilitado para su cargo?

13. ¿Por qué razón hay abuso de poder cuando un ministro comete adulterio?

14. ¿Desde cuándo se considera que el adulterio descalifica al pastor?

15. Explique por qué un cambio de lugar (relocalización) no necesariamente ayuda al que cometió adulterio


 
 
   
 
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