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Ministros enteramente preparados |
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Ministros enteramente preparados por José M. Martinéz
La vocación y el carácter son importantes, pero no son suficientes para asegurar la eficacia en el ministerio.
La vocación y el carácter son importantes, pero no son suficientes para asegurar la eficacia en el ministerio. Se necesita también un mínimo de capacitación. Menospreciar este requisito constituye de por sí un signo de incompetencia para el servicio cristiano. Sería absurdo suponer que, mientras se incrementan cada vez más las exigencias de formación profesional en las empresas humanas, se puede cumplir con responsabilidades en la iglesia prescindiendo de la preparación adecuada.
La historia de la obra evangélica registra casos de hombres que fueron "lanzados" a predicar el Evangelio, a abrir nuevas vías de testimonio o, incluso, a pastorear iglesias con escasa o ninguna preparación. Las circunstancias anormales en que tuvieron que dedicarse al ministerio, la imposibilidad de obtener la formación deseada y las necesidades del campo que apremiaban su entrega, pueden, en cierto modo, justificar estos «lanzamientos». En algunos casos, Dios bendijo admirablemente los esfuerzos de estos hombres. Muchos de estos "obreros improvisados", ya en el ministerio, aprovecharon cuantos medios estuvieron a su alcance para capacitarse. Esto vino a suplir, dentro de lo posible —en ciertos casos de modo asombroso—, la carencia inicial.
Pero las experiencias en situaciones de excepción no son la regla. El hecho de que Dios haya usado en algunos casos a hombres sin capacitación no sienta ningún precedente normativo. Las Escrituras abundan en ejemplos que muestran de manera sobresaliente la necesidad de que el siervo de Dios sea debidamente habilitado para el cumplimiento de su misión. Las antiguas escuelas de los profestas, a partir de Samuel, ofrecen una muestra. Jesús dedicó la mayor parte de su ministerio para formar a los apóstoles. Pablo, educado a los pies de Gamaliel y buen conocedor de la cultura griega, pasó dos años en Arabia formándose en su nueva fe antes de entregarse completamente a su gigantesca obra misionera. Parte de su estrategia para la expansión del Evangelio era el entrenamiento "en cadena" de hombres fieles e idóneos para la enseñanza. (2 Ti 2.2)
Actualmente las opciones para adquirir una educación bíblico-teológica de calidad son diversas. Además de los seminarios residenciales, institutos bíblicos y otros centro análogos, se están multiplicando, con notables resultados, los seminarios por extensión, los cuales posibilitan la formación de los ministros sin que estos tengan que hacer cambios significativos de residencia y estilo de vida. Los cursos por correspondencia son otra opción de estudio sistemático. Y junto a todas las modalidades de educación formal, siempre está la alternativa de la formación autodidacta. Algunos hombres de Dios —Spurgeon entre ellos— alcanzaron por este medio niveles iguales o más altos a los logrados por los más aventajados graduados en facultades de teología. Por supuesto, no todos son capaces de tanto. El autodidacta precisa de dones intelectuales y fuerza de voluntad fuera de lo común. Pero también, aquellos que se benefician de los medios de educación formal siempre deberán complementarlos con estudio y esfuerzo independientes.
Cuando nos referimos a una formación adecuada no queremos dar a entender que se deba adquirir todo el caudal de conocimientos y experiencias que una persona sea capaz de tener. Semejante nivel jamás llega a conseguirse. Por eso el ministro tendrá que ser estudiante durante toda su vida. Su dominio de conocimientos, al igual que su calidad espiritual, deben crecer de día en día. Con ello queremos decir que, en circunstancias promedio, cuando una persona se dedica a un ministerio, debe tener una preparación aceptable que le permita funcionar con un mínimo de soltura y eficacia.
No nos atrevemos a concretar cuál debe ser el mínimo de preparación, pero sí señalaremos los factores que son indispensables. Al considerar cada uno, trataremos de presentar su perspectiva ilimitada a partir del nivel necesario que debe tener cada ministro cuando se inicia en el ministerio.
Formación bíblica
Cualquier ministerio cristiano tiene como base la Palabra de Dios. Tanto la predicación como la obra pastoral deben nutrirse abundantemente de ella. La Palabra debe ser no sólo la fuente de inspiración del ministerio, sino también la esencia misma del mensaje.
Este factor debe subrayarse por su capital importancia. Es lamentable la paradoja que se da en algunos contextos evangélicos: se venera la Biblia, casi hasta las fronteras de la «bibliolatría», pero el conocimiento que se tiene de las Sagradas Escrituras es extremadamente pobre y superficial. Esto genera el debilitamiento inevitable de los creyentes y de las iglesias. Esta condición hace a la iglesia altamente vulnerable ante cualquier "viento de doctrina".
La eficacia en el ministerio depende de la fidelidad a la Palabra de Dios, que es el instrumento del Espíritu Santo. Esta fidelidad no es el celo por ciertos textos o por unas doctrinas predilectas, que a menudo se sostienen por herencia y no por la convicción formada en el estudio personal. Tampoco es el uso reiterado de tópicos, generalmente expresados en frases hermosas, pero estereotipadas y desgastadas por el abuso. La lealtad a las Escrituras nos impone escudriñar profundamente cada vez más en la inmensidad de todo el consejo de Dios.
El mínimo de capacitación bíblica obliga a conocer y discernir los hechos históricos del Antiguo y Nuevo Testamentos, a observar el progreso de la revelación divina a través de los siglos hasta culminar en Jesucristo. Se debe tener el conocimiento básico de cada uno de los libros más importantes del canon bíblico (autor, fondo histórico, propósito, idea central, etc.). El ministro debe estar familiarizado con lo más básico de la poesía, la profecía y la ética bíblicas y tener una clara comprensión de las doctrinas fundamentales (Dios, el hombre, el pecado, Jesucristo, la salvación, la iglesia, etc.).
Partiendo de estos rudimentos, el ministro debe proseguir su estudio día tras día, año tras año, incansablemente. Debe escudriñar sistemáticamente cada uno de los libros de la Biblia, y si es posible, que la investigación sea exhaustiva. "Con el hábito de esfuerzo mental propio de los días de estudiante", como decía J.H. Jowett.
En este quehacer conviene que se usen todos los recursos bibliográficos útiles y disponibles, como buenos comentarios exegéticos, obras de introducción bíblica, tratados de teología, etcétera. Los descubrimientos de otros, en muchos casos guiados por el Espíritu Santo, pueden facilitar notablemente nuestro estudio. No tenemos por qué empeñarnos en redescubrir américas espirituales. Los escritos de los Padres de la Iglesia, de los reformadores, de teólogos sanos, de comentaristas y predicadores son una herencia de gran valor a nuestro alcance. Sería el colmo del absurdo renunciar a ella movidos por un afán mal entendido de independencia intelectual. Sin embargo, todo libro que no sea la Biblia debe leerse con actitud crítica. No todo lo que leemos en una buena obra tiene que merecer nuestra adhesión. Y no todo lo que han escrito autores poco evangélicos debe ser reprobado automáticamente por nosotros. Algunas de las ideas de estos autores son verdaderamente formidables. El ministro debe proceder de la misma forma que lo hicieron los creyentes de Berea, contemporáneos de Pablo (Hch 17.11), y estar en condiciones de "examinarlo todo y retener lo bueno" (1 Ts 5.21).
Todo lo que hemos expuesto sobre la formación bíblica tiene por objeto resaltar la importancia del estudio de las Escrituras. Pero esta formación es más que mera adquisición de conocimientos intelectuales. Incluye indefectiblemente la asimilación espiritual de ese conocimiento y su aplicación en la vida personal. La formación sólo es real cuando a un mayor conocimiento de Dios corresponde una adoración más ferviente, un mayor amor, un mejor servicio; cuando a una más clara comprensión de la persona y la obra de Cristo acompaña una más decidida entrega a hacer la voluntad del Padre; cuando a la certidumbre de la resurrección de Jesucristo se añade el gozo de la esperanza; cuando a la proclamación de su señorío se une nuestra sumisión sin reservas; cuando el concepto correcto de la obra del Espíritu de Dios determina un modo santo de vivir. Si falta esta correspondencia, el ministro se convierte en una figura grotesca, en una especie de monstruo con cabeza descomunal y cuerpo insignificante.
La aplicación personal de la Palabra se proyectará, asimismo, al entorno del ministro. Su juicio acerca de las personas, de las ideas, de las circunstancias y de los hechos a su alrededor se regirá por la verdad divina, y su modo propio de reaccionar y obrar ante ello dará evidencia de la autenticidad de su preparación. La Palabra no sólo debe iluminar la mente; debe trazar todos los perfiles de nuestra actuación. De no ser así, el ministerio puede acarrear más descrédito que gloria a la causa del Evangelio. La iglesia ha sufrido más a causa de eruditos sin santidad que de hombres incultos pero sinceros y de vida irreprochable. Por eso, el verdadero talento bíblico se demuestra sólo cuando la brillantez de pensamiento y de expresión va acompañada de un estilo de vida genuinamente cristiano.
Formación cultural
Una vez establecida la prioridad de la preparación espiritual de sólida base bíblica, también conviene poner en relieve la gran utilidad de un buen bagaje cultural. Los textos de las Escrituras usados por algunos para objetar la erudición humana (1 Co 1.19–1; 2.6, 8; Col 2.8; 1 Ti 6.20) no rechazan el valor de la misma, sino su degradación en una actitud de antagonismo hacia Dios y su verdad. No se debe olvidar que los más grandes líderes del pueblo de Dios poseyeron una cultura amplia. Moisés fue "enseñado en toda la sabiduría de los egipcios" (Hch 7.22). Isaías da evidencias de una intelectualidad refinada. Pablo, paralelamente a su instrucción teológica, manifiesta una gran formación humanística, con conocimiento de la filosofía y la literatura de su tiempo (Hch 17.28). Algo semejante podría decirse de muchos de los Padres de la Iglesia. Los reformadores, incluyendo los promotores del movimiento reformista en España, fueron hombres de gran talla intelectual y amplio saber. Podríamos añadir los nombres de Jorge Whitefield, Juan Wesley, Jonatán Edwards y muchos más, en quienes la piedad y la erudición se combinaron admirablemente para hacer de ellos excelentes instrumentos que Dios usó grandemente para su gloria.
En nuestro tiempo, cuando a la educación se le da tanta importancia, es inconcebible que un ministro del Evangelio carezca del mínimo de formación cultural. De nuevo nos resulta difícil precisar cuál debe ser ese mínimo. En gran parte depende del nivel promedio de educación del país, región o población donde se ministra. Por supuesto, las exigencias para el pastor de una iglesia en una gran capital serán superiores a las de uno que resida en una zona rural cuyos habitantes apenas saben leer y escribir. Sin embargo, aún en los ambientes culturalmente más pobres, el ministro debería estar en un plano comparable al de un maestro de primera enseñanza.
Sobre esta base debe ampliar sus conocimientos, dentro de sus posibilidades, en todas las ramas del saber, especialmente humanidades, historia, literatura, filosofía, arte, sociología, etcétera. La misma particular atención debe prestar a los acontecimientos y corrientes de pensamiento —secular o religioso— contemporáneos. No es un desacierto el consejo de Karl Barth de leer cada día la Biblia y el periódico. La primera nos permite conocer a Dios; el segundo nos ayuda a conocer al mundo. Claro que el consejo presupone un buen sentido de proporcionalidad y equilibrio. Dedicar cinco minutos a la lectura de las Escrituras y una o dos horas a periódicos y revistas no es precisamente lo que se espera de un siervo de Dios.
Por las diversas fuentes de lectura que el ministro utilice será enriquecido en todas las disciplinas. Al incrementar sus conocimientos, sus horizontes se extenderán, recibirá inspiración, aumentará su vocabulario, así como su capacidad argumentativa y de expresión, perfeccionará su capacidad de ordenar ideas. Y —bendición de bendiciones— crecerá en humildad al descubrir que tras cada cosa aprendida quedan aún mil por aprender.
No obstante, es aconsejable ordenar sabiamente las lecturas. Hay "bibliógrafos", devoradores de libros, que indiscriminadamente leen con avidez cualquier obra que cae en sus manos. A menudo, el resultado es que no retienen nada. La limitación del tiempo impone que la lectura sea selectiva. Las obras escogidas deberían ser las mejores de cada materia, pues lo importante es la calidad, no la cantidad. Thomas Hobbes, filósofo inglés, decía: "Si hubiese leído tantos libros como otras personas, sabría tan poco como ellas."
Una obra valiosa merece, después de una primera lectura rápida, una segunda lectura más reposada, acompañada de la reflexión personal que permita digerir saludablemente lo leído. Subrayar y hacer acotaciones en el transcurso de la lectura, ya sea en el libro mismo o en una libreta destinada para tal efecto, es una práctica muy útil. Asimismo, conviene hacer un análisis, una crítica y un resumen de cada obra leída, reteniendo en la memoria lo más importante. El material que se considere provechoso se preservará mediante algún sistema de archivo.
Nunca valoraremos suficientemente la importancia de la lectura y el estudio. Por otro lado, es muy beneficioso que nos mantengamos alerta para no caer en el intelectualismo divorciado de la comunión con Dios. "Después de todo, el hombre de sólida formación, el estudioso es únicamente la materia prima de la que se está formando el ministro cristiano. La influencia vivificadora del Espíritu Todopoderoso es aún más necesaria para dar luz, vida y movimiento a la sustancia inerte, para moldearla según la imagen divina y hacer de ella "un vaso para honra, útil para los usos del Señor". Tampoco debemos negar que los hábitos del estudio van acompañados de tentaciones insidiosas. El árbol del conocimiento puede florecer mientras que el árbol de la vida languidece. Todo aumento del conocimiento intelectual tiene una natural tendencia al ensalzamiento propio ... Un juicio sano y una mente espiritual deben encaminar los estudios hacia el fin principal del ministerio." (Watts, Humble endeavour for a revival, págs. 17–18)
Podríamos concluir con Quesnel: "No leer ni estudiar en absoluto es tentar a Dios; no hacer otra cosa que estudiar es olvidar el ministerio; estudiar sólo para gloriarse en el conocimiento que uno posee es vanidad vergonzosa; estudiar en busca de medios para adular a los pecadores es una prevaricación deplorable; pero llenar la mente del conocimiento propio de santos mediante el estudio y la oración y difundir ese conocimiento con sólidas instrucciones y exhortaciones prácticas es ser un ministro prudente, celoso y activo." (C. Bridges, The christian ministry, pág. 50)
Formación humana
Con formación humana nos referimos a los conocimientos que se adquieren por el contacto directo con el mundo que nos rodea, especialmente con nuestros semejantes. Este sistema de formación es insustituible. Por medio de él aprendemos cosas que no llegamos a encontrar en los libros. Y aún aquellas que leemos, si forman parte de nuestra experiencia personal, se graban en nosotros con mayor profundidad.
Hay mucho en la vida humana, tanto negativo como positivo, de lo que debemos ser testigos presenciales para poder comprenderlo a fondo. Una cosa es leer acerca de la conciencia de pecado, pero otra muy distinta es enfrentarse ante la experiencia de la lucha agónica, de debilidad, de caída. No es lo mismo leer acerca de la tentación que oír a una persona referirse a una experiencia, propia o ajena, con el sentimiento torturador de la culpa. Tampoco es lo mismo leer el capítulo siete de la carta a los Romanos que ver a un creyente desgarrado por las fuerzas opuestas que combaten en su interior.
Asimismo, hay diferencia entre la preciosa doctrina de la regeneración y la contemplación de un hombre arrancado de las garras del vicio y transformado en un santo que testifica del poder de la gracia de Dios. Y ¿qué decir de lo que aprendemos junto al pobre que se goza en sus riquezas espirituales, junto al atribulado que deja entrever el poder sobrenatural que lo sostiene, o al lado del moribundo que, recitando el Salmo 23, entra sereno, sin sobresaltos, a la eternidad? Ciertamente, nada hay más impresionante ni más enriquecedor que contemplar cara a cara la vida humana con su riqueza de experiencias, con sus misterios y sus contradicciones, con sus glorias y sus miserias.
Pero este gran "libro" que la existencia misma nos ofrece no es fácil de leer. Exige atención. Hay quienes viven como si anduvieran con los ojos vendados, sin apenas percatarse de los tesoros de experiencia humana que hay en su entorno. Tal clase de personas no llegan muy lejos en el camino de la formación vivencial.
Es necesario aprender a detenerse, observar y escuchar. Y después de haber visto y oído escrutadoramente, es imprescindible reflexionar. Desgraciadamente, la facultad de reflexión se halla adormecida en muchas personas, incluidas algunas de las que se consideran intelectuales. Quizás la causa radica en un desmesurado activismo, aún de tipo intelectual, que priva del tiempo necesario para meditar. Tal vez debiéramos pedirle a algún amigo cuáquero que nos iniciara en la excelencia del silencio. J.O. Sanders (Liderazgo espiritual, pág. 101) refiere la anécdota del poeta Southey cuando le explicaba a una anciana que pertenecía a la Sociedad de los Amigos su modo extraordinario de aprovechar el tiempo. Él le compartió que aprendía portugués mientras se lavaba, y otras materias mientras se vestía, desayunaba o se ocupaba en otros quehaceres diversos. No desperdiciaba ni un instante. Ingenuamente, la mujer le preguntó: "Y ¿cuándo piensas?"
El general De Gaulle dejó otra buena ilustración. A partir de las nueve de la noche no recibía a nadie.
Desde esa hora hasta que se acostaba, se quedaba a solas consigo mismo y con las cuestiones de gobierno que demandaban su atención. Si un estadista sentía la necesidad de reflexionar hasta tal punto, ¿cuánto más no debería sentirla un ministro de Jescucristo?
Sólo si dedicara tiempo a la meditación reflexiva se beneficiaría plenamente de su triple formación, bíblica, cultural y humana.
Tomado de la revista Pensamiento Cristiano. Usado con permiso.
José M. Martínez es español, pastor y escritor.
Es autor del éxito de librería Hermenéutica bíblica.
La estrecha "comunión" del pastor y la literatura por Arnoldo Canclini
En generaciones anteriores se dio un "puritanismo literario" que hoy ha pasado de moda pero no sus efectos. Son pocos los ministros religiosos que se han detenido a pensar sobre cuál es el lugar que deben dar, en su trabajo, a la palabra escrita, y eso entraña un grave peligro. "Los cristianos enseñamos a leer a la gente, y los comunistas les dan qué leer." Las que siguen son algunas recomendaciones para que los pastores vean como un ministerio la palabra escrita y estimulen a otros a crecer en ello.
Escribo suponiendo que en el pasado ha quedado aquella posición que se oponía a la lectura de todo material que no fuera la Biblia. En tiempos —ya lejanos— de nuestra infancia era posible encontrar algunos escritos devocionales que insistían en que un verdadero cristiano sólo debía leer la Palabra de Dios, y que todo lo demás "apartaba" al lector del mensaje divino. Por supuesto, tal criterio tenía que ver con cierto antiintelectualismo entonces en boga, pero que, solapadamente, todavía subsiste en muchos círculos evangélicos. ¿No ocurre, con frecuencia, que muchos tienen sospechas sobre las personas que se han ganado un título académico, o sobre aquellos que hacen notar que sus afirmaciones públicas —por ejemplo, en la predicación— son fruto del estudio y del conocimiento de diversos autores? ¿No abundan, acaso, los que machaconamente dicen que tal o cual cosa es lo que afirma la Biblia, desconociendo lo que opinan los eruditos sobre el texto?
De todos modos, ese "puritanismo literario" ha pasado de moda, aunque no sus efectos. Son pocos los ministros religiosos que se han detenido a pensar sobre cuál es el lugar que deben dar, en su trabajo, a la palabra escrita, y eso entraña un grave peligro.
DESAFÍO DE NUESTRA HORA
En algunos países, el creciente aumento de personas alfabetizadas presenta un llamado de atención. Cuando hace muchos años en la Argentina se hizo una fuerte campaña oficial para enseñar a leer a los adultos, apareció un serio problema: no había qué dar a los que aprendían. Por eso, las autoridades aceptaron con entusiasmo lo que producía en ese campo la Sociedad Bíblica, sin preocuparse por aspectos doctrinales. Poco tiempo después, aparecieron editados oficialmente los discursos del presidente de entonces, que compitieron con el material bíblico. Esto no es tan grave, si lo comparamos con la realidad de algunos otros países, donde no hay otra cosa que lectura de extrema izquierda. Frank Laubach, aquel gran cristiano creador de un sistema de enseñanza con el que han aprendido a leer cientos de millones, dio cierta vez: "Los cristianos enseñamos a leer a la gente, y los comunistas les dan qué leer".
Pero eso es sólo una parte de la situación. Se calcula que en la actualidad se publican siete mil millones de volúmenes (libros) por año, a los que habría que sumar los diarios, revistas, panfletos, periódicos, etc. Un verdadero alud literario cae sobre las cabezas del mundo entero. Hay razones lógicas para que la mayoría de lo producido no se trate de material con trasfondo cristiano: no lo son sus productores. Tiene más acceso al mercado lo que no lo es. Es más fácil escribir superficialmente… o los cristianos no comprenden su responsabilidad.
Lo notable es que, por el contrario, otras doctrinas sí lo están haciendo. Sectas como los Testigos de Jehová, los mormones, los "hijos de Dios" y tantas otras comienzan dando algo para leer. Las dictaduras llenan las librerías. Aún hoy circula el que fue el libro más vendido en su tiempo: Mi lucha, de Adolfo Hitler. Moscú es, quizá, el centro productor más grande del mundo (al menos, en más idiomas).
Las técnicas han avanzado también en este campo que seguimos considerando sólo una rama del arte. Es evidente que una enorme proporción de lo que se publica no es arte sino comercio. Sólo importa que se venda. Por eso, la calidad literaria es bajísima, así como lo es también el nivel moral. Una de las pruebas del pecado original está en lo proclive que es todo ser humano a leer historias horrendas, hojarasca seudoromántica o noveluchas de tramas mil veces repetidas. No sólo se lee sin esfuerzo, sino que también se puede comprar sin él. No es necesario ir hasta una librería, sino que está en todos los quioscos y a muy bajo precio.
Finalmente, en este aspecto, enfrentamos el gran desafío de los otros métodos de comunicación. Se ha exagerado mucho en cuanto a que el cine, la radio y la televisión desplazarían a la lectura. Ha ocurrido todo lo contrario, pero, sin embargo, cierto es que han coadyuvado al auge de la literatura barata, que no es más que una continuación de aquellos medios. Si bien comparten la fuerza de un mensaje de penetración más directo, la presencia cristiana en ellos —por digna de alabanza que sea— no es sustituto del valor de permanencia que tienen la palabra impresa, comparado con la fugacidad (y por lo tanto, cierta superficialidad) de la palabra hablada.
Y NOSOTROS ¿QUÉ LEEMOS?
Sería absurdo detenernos a decir a pastores y obreros cristianos que tienen que leer la Biblia. Inclusive hasta sería ofensivo.
Supongamos que también sea innecesario decir que hay que leer sobre la Biblia. Lógicamente, hablamos de los comentarios y demás libros de estudio, dejando de lado, por el momento, la pregunta de por qué hoy se producen proporcionalmente menos o de menor nivel que hace medio siglo. Agreguemos también los libros de doctrina, continuando con los de ética, inspiración y reflexión.
En aquellos recordados años de nuestra infancia, leímos todo lo que había. Eso era posible, ya que había realmente poco. Ahora, aunque parezca una contradicción con lo que hemos dicho antes, también hay un aluvión de libros cristianos, en el sentido de que hay mucho más de lo que podemos absorber. Quizá eso no sea tan grave, ya que mucho de lo que se publica no merece demasiado nuestra atención. Hay que reaprender a leer. Quiero decir: a leer de prisa (o, sencillamente, interrumpiendo en las primeras páginas) lo que es superfluo, y leer masticando y reflexionando lo que merece que así sea. Los clásicos han perdurado, precisamente, porque se leen así; sea como fuere que estén escritos, queremos volver a ellos una y otra vez.
Quizá debemos aprender a leer aquello que no sea de nuestra propia tradición. Las distintas denominaciones presentan distintos énfasis doctrinales y eso puede ayudarnos a corregir y ubicar nuestros puntos de vista. Como es casi inaccesible, tiene poco valor decir que debemos conocer lo que aportan otras culturas, ya que casi todo lo que consumimos es anglosajón (y predominantemente norteamericano). Eso no quiere decir, por supuesto, que sea malo, pero nos agradaría ver en nuestro idioma más libros alemanes, franceses, rusos, escandinavos, orientales, etc. Es posible que aparezcan cosas que nos sorprendan y hasta nos escandalicen, lo que será una buena oportunidad para preguntarnos por qué.
Pero eso no basta. No se puede ministrar en el vacío. Aún leyendo los buenos libros de actualidad, no estaremos al tanto de lo que ocurre "aquí y ahora", o sea en estos días en nuestra sociedad; dicho de otra manera qué sucede en medio de la gente que nos escucha. Si nos preguntan algo sobre el divorcio, en vez de reaccionar simplemente con un pasaje bíblico, debemos comenzar por saber qué quiere decir esa persona cuando habla de divorcio y qué se entiende por divorcio en nuestro país, lo cual por cierto es sólo un ejemplo. Ningún pastor debe desconocer lo que publican los diarios.
Ocurre, además, que nuestra gente también lee. De repente, algún libro o periodista se pone de moda y, por lo tanto, comienza a influir en la mentalidad de quienes nos rodean. ¿Se puede pensar que un pastor alemán de la época nazi no supiera qué decía: "Mi lucha"? El ejemplo es extremo, pero sirve para recordarnos que hoy las fuerzas del mal utilizan caminos mucho más sutiles y, por lo tanto, más peligrosos. Puede parecer una grave pérdida de tiempo el usarlo para leer algo de la basura que consume nuestra gente, pero ¿hay otra forma de saber por qué ellos piensan de una u otra manera?
ANTE LOS DEMÁS
Naturalmente, si creemos que la lectura es algo bueno para nosotros, debemos presuponer que también lo es para los demás. Y si es algo bueno, debemos promoverlo, como promovemos no sólo la lectura de la Biblia, sino también la asistencia a un congreso, la participación en una entidad de bien público, la limpieza del templo y mil otras cosas.
Suele ser muy frecuente (o al menos, no muy raro) que alguien pregunte a su pastor qué leer, o qué leer sobre tal cosa, o qué piensa de tal o cual libro. Por supuesto, eso lleva a la necesidad de estar enterado para dar una respuesta sabia. Llega un límite en el que bastará saber, por ejemplo, quién es el autor o la editorial, para estar orientado, aunque nada suple el conocimiento directo. Pero no basta pensar que, porque yo soy de la denominación Z, los libros escritos o publicados por lo que diga Z, han de ser buenos. Por ejemplo, pueden ser pobres o demasiado eruditos. Sobre algunos temas, los hermanos de K o L, han producido algo mejor (aunque los de nuestra editorial nos presionen). Tal vez el boletín o un pequeño lugar de venta sean caminos para promover y divulgar esto.
Pero hay más. El libro ocupa en la formación cristiana, un lugar irremplazable. No es posible tratar todo sobre el púlpito, especialmente los temas morales o de la vida cristiana en general. Hasta diríamos que no debemos hablar allí de situaciones particulares, lo que sí deberíamos enfrentar dando algo para que la persona en cuestión lea, y apoyar así nuestro consejo pastoral. Por ejemplo, los consejos sobre la crianza de los hijos interesan a un mínimo de la congregación, pero en una etapa de la vida todos necesitamos tener a mano algo para consultar. Ello exige un gran cuidado, porque debemos estar seguros de que la posición del autor coincide con la propia (o la mejora) y que no tiene elementos que distorsionen su aplicación.
Esto es más fácil de decir que de hacer, pero si creemos que es parte de nuestro ministerio, debemos dedicarle tiempo, así como lo dedicamos al estudio y la investigación para preparar nuestras clases bíblicas. Hay ciertos problemas, uno es el hecho de que, pese a la actual abundancia, hay temas no cubiertos o lo están en forma deficiente. En ningún caso, un libro contestará exactamente a tal situación… ni un sermón tampoco; confiemos en el Espíritu Santo. Además, debemos enfrentar la pereza de quienes prefieren por más cómodo escuchar (o no escuchar) un sermón a leer seriamente un libro.
Al mismo tiempo, tiene también sus ventajas como método de enseñanza. Lo escrito está escrito, o sea que sus palabras son definidas y precisas, se puede leer y releer. No se las puede entender mal con tanta facilidad como lo que se oye. Se las puede distorsionar sacándolas del contexto, pero no se las puede citar mal. Se puede volver a ellas en muchas oportunidades y se puede recurrir al mismo texto para varias personas. El que ha recibido bien de un libro o artículo puede pasarlo a otro, mientras que el que lo ha recibido de un sermón apenas si puede comentarlo con relativa exactitud.
Lo dicho nos muestra a lo menos cuatro campos en que el pastor puede hacer uso de la palabra impresa:
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Para enfrentar casos específicos en su congregación, como hemos explicado.
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Para situaciones especiales, como el duelo, la soledad o las crisis, cuando la palabra hablada tiene valor pero no puede llegar a fondo.
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Para la edificación de los creyentes, especialmente en ciertos temas doctrinales, como la seguridad de la salvación, la acción del Espíritu Santo, la guía para el estudio bíblico, etc.
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Para la evangelización, sea por medio de la difusión amplia de lo que llamamos tratados o folletos, sea por la entrega selectiva de una revista o un libro aplicable al caso, lo que en algunas personas o medios es la únicaforma de llegar.
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PERO NO TERMINAMOS EN ESO
Si creemos que hay un ministerio de la palabra escrita, hemos de preguntarnos qué parte nos corresponde en su producción. Siempre nos hemos ocupado de llamar a jóvenes para el ministerio, así como de desarrollar los dones en cuanto a la predicación, la enseñanza, la obra personal, el canto, etc. ¿Y qué de la escritura? El pastor debe estar con los ojos abiertos para descubrir valores o intenciones, y para animarlos a que comiencen. Si estamos en condiciones, leamos lo que producen y opinemos positivamente. Quizá podamos sugerir que lo hagan leer por alguno más entendido, a fin de mejorar ese escrito y a desarrollar ese futuro "ministro de la pluma".
Por otra parte, debemos proveer canales para que esas vocaciones se exterioricen. Uno muy simple es la producción de boletines o revistas internas, que suelen alcanzar niveles de calidad insospechados. En algunos casos, se puede pedir al autor (o a otro) que lea su producción como parte del culto; quizá su pequeño poema no parezca de Lope de Vega, pero hablará a nuestra gente más que si lo fuera. Por supuesto, si consideramos que hay un verdadero valor, debemos ocuparnos de poner en contacto al escritor en potencia con alguna revista o editorial cristiana, que son entidades de servicio y no empresas comerciales, como en el mundo secular.
Y finalmente, hemos de preguntarnos honradamente si no somos llamados a escribir. Cada vez es más necesario que lo hagamos para boletines, información para la prensa, estudios bíblicos, etc. Necesitamos capacitarnos para eso. Por supuesto, es de suponer que el tiempo falta. Pero en el ministerio siempre falta el tiempo. Todo depende de la prioridad que demos a cada cosa. Si hay un boletín, el pastor tiene que ser colaborador regular… y se ha de esperar que se entienda lo que ha escrito.
Digamos que, por lo general, un buen predicador no es un buen escritor, porque los recursos a utilizar son muy distintos. Pero también podemos decir que un buen predicador tiene ciertos elementos que le permiten llegar a ser también un buen escritor. Se supone que tiene ideas propias o sabe encontrarlas en otros. Se supone también que sabe ponerlas por orden y comunicarles cierta vida y vigencia. Además está en contacto directo con la gente, con sus problemas y ansias, mucho más que un profesor de teología, de quien sí esperamos que escriba libros sobre su área (y aquí deberíamos preguntarnos por qué escriben tan poco nuestros profesores). Por sobre todo, un predicador tiene una buena base bíblica y doctrinaria que cimentará lo que escriba.
Cambiaría mucho el mundo cristiano si todos los obreros tuviesen el anhelo de Job: "¡Quién me diese que mis palabras fuesen escritas! ¡Quién diese que se escribiesen en un libro, que con cincel de hierro y con plomo fuesen esculpidas en piedra para siempre! Yo sé que mi Redentor vive" (Job 19.23-25).
Apuntes Pastorales. Junio — Julio / 1986, Vol. IV, N° 1
PREGUNTAS SOBRE LA LECCIÓN
1. Además de la vocación y el carácter, ¿qué más necesitamos en el ministerio?
2. ¿Qué importancia tiene estar debidamente habilitado –preparado, capacitado, entrenado- en nuestro ministerio?
3. El ministro que desee estar bien capacitado deberá entrenar _________________su vida.
4. ¿Cuáles son los factores indispensables en la capacitación del ministro?
______________________,____________________,___________________
5. ¿De qué depende la eficacia en el ministerio?
6. ¿Basta con el conocimiento bíblico?
7. La formación sólo es real cuando a un mayor conocimiento de Dios corresponde una _________________ferviente, un mayor _________ y un _________mejor servicio.
8. ¿De qué manera pueden notar los feligreses el grado de preparación de un ministro?
9. La Palabra no sólo debe ________________la mente; debe __________ todos los perfiles de nuestra actuación.
10. ¿Cómo se demuestra el verdadero talento bíblico?
11. En nuestro tiempo, cuando a la educación se le da tanta importancia, es _____________________ que un ministro del Evangelio carezca del mínimo de formación cultural.
12. ¿En cuáles ramas es importante que ampliemos conocimiento?
13. ¿Qué ocurre cuando ampliamos nuestros conocimientos?
14. ¿Qué cuidados debemos tener en nuestro tiempo de lectura y preparación?
15. Hay que tener cuidado, ya que todo aumento del conocimiento intelectual tiene una natural tendencia al ______________________propio.
16. ¿Qué es formación humana?
17. No hay nada más impresionante ni más enriquecedor que _________________ cara a cara la vida ________________con su riqueza de experiencias, con sus misterios y sus contradicciones, con sus glorias y sus miserias.
18. Es necesario aprender a ________________, observar y ______________.
19. ¿Qué importancia tiene para nosotros meditar?
20. El _____________ocupa en la formación cristiana, un lugar irremplazable
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